La oración que hizo nuestro Salvador en el huerto y
sus misterios
y lo que de todos conoció su Madre
santísima.
1204. Con las maravillas y misterios que nuestro Salvador
Jesús obró en el Cenáculo dejaba dispuesto y ordenado
el reino que el Eterno Padre con su voluntad inmutable le
había dado. Y entrada ya la noche que sucedió al jueves
de la cena, determinó salir a la penosa batalla de su
pasión y muerte, en que se había de consumar la
redención humana. Salió Su Majestad del aposento
donde había celebrado tantos misterios milagrosos y al
mismo tiempo salió también su Madre santísima de su
retiro para encontrarse con Él. Llegaron a carearse el
Príncipe de las eternidades y la Reina, traspasando el
corazón de entrambos la penetrante espada de dolor que
a un tiempo les hirió penetrantemente sobre todo
pensamiento humano y angélico. La dolorosa Madre se
postró en tierra, adorándole como a su verdadero Dios y
Redentor. Y mirándola Su Divina Majestad con semblante
majestuoso y agradable de Hijo suyo, le habló y la dijo
solas estas palabras: Madre mía, con Vos estaré en la
tribulación, hagamos la voluntad de mi Eterno Padre y la
salvación de los hombres. La gran Reina se ofreció con
entero corazón al sacrificio y pidió la bendición. Y
habiéndola recibido se volvió a su retiro, de donde le
concedió el Señor que estuviese a la vista de todo lo que
pasaba y lo que su Hijo santísimo iba obrando, para
acompañarle y cooperar en todo en la forma que a ella le
tocaba. El dueño de la casa, que estaba presente a esta
despedida, con impulso divino ofreció luego la misma
casa que tenía y lo que en ella había a la Señora del
cielo, para que se sirviese de ello mientras estuviesen en
Jerusalén, y la Reina lo admitió con humilde
agradecimiento. Y con Su Alteza quedaron los mil
Ángeles de Guarda, que la asistían siempre en forma
visible para ella, y también la acompañaron algunas de las piadosas mujeres que consigo había traído.
1205. Nuestro Redentor y Maestro salió de la casa del
Cenáculo en compañía de todos los hombres que le
habían asistido en las cenas y celebración de sus
misterios, y luego se despidieron muchos de ellos por
diferentes calles, para acudir cada uno a sus
ocupaciones. Y Su Majestad, siguiéndole solos los doce
Apóstoles, encaminó sus pasos al monte Olívete, fuera y
cerca de la ciudad de Jerusalén a la parte oriental. Y
como la alevosía de Judas Iscariotes le tenía tan atento y
solícito de entregar al divino Maestro, imaginó que iba a
trasnochar en la oración, como lo tenía de costumbre.
Parecióle aquella ocasión muy oportuna para ponerle en
manos de sus confederados los escribas y fariseos. Y con
esta infeliz resolución se fue deteniendo y dejando
alargar el paso a su divino Maestro y a los demás
Apóstoles, sin que ellos lo advirtiesen por entonces, y al
punto que los perdió de vista partió a toda prisa a su
precipicio y destrucción. Llevaba gran sobresalto,
turbación y zozobra, testigos de la maldad que iba a
cometer, y con este inquieto orgullo, como mal seguro de
conciencia, llegó corriendo y azorado a casa de los
pontífices. Sucedió en el camino que, viendo Lucifer la
prisa que se daba Judas Iscariotes en procurar la muerte
de Cristo nuestro bien y sospechando este Dragón que
era el verdadero Mesías, como queda dicho en el
capítulo 10, le salió al encuentro en figura de un hombre
muy malo y amigo del mismo Judas Iscariotes, con quien
él había comunicado su traición. En esta figura le habló
Lucifer a Judas Iscariotes sin ser conocido por él y le dijo
que aquel intento de vender a su Maestro, aunque al
principio le había parecido bien por las maldades que de
él le había dicho, pero que pensando sobre ello había
tomado mejor acierto en su dictamen y acuerdo para él y
le parecía no le entregase a los pontífices y fariseos,
porque no era tan malo como el mismo Judas Isacriotes pensaba, ni merecía la muerte, y que sería posible que
hiciese algunos milagros con que se libraría y después le
podría suceder a él gran trabajo.
1206. Este enredo hizo Lucifer, retractando con nuevo
temor las sugestiones que primero había enviado al
corazón pérfido del traidor discípulo contra el autor de la
vida. Pero salióle en vano su nueva malicia, porque Judas
Iscariotes, que había perdido la fe voluntariamente y no
temía las violentas sospechas del demonio, quiso
aventurar antes la muerte de su Maestro que aguardar la
indignación de los fariseos si le dejaba con vida. Y con
este miedo y su abominable codicia no hizo caso del
consejo de Lucifer, aunque le juzgó por el hombre que
representaba. Y como estaba desamparado de la gracia
divina, ni quiso ni pudo persuadirse por la instancia del
demonio para retroceder en su maldad. Y como el Autor
de la vida estaba en Jerusalén, y también los pontífices
consultaban cuando llegó Judas Iscariotes cómo les
cumpliría lo prometido de entregársele en sus manos, en
esta ocasión entró el traidor y les dio cuenta cómo
dejaba a su Maestro con los demás discípulos en el
monte Olívete, que le parecía la mejor ocasión para
prenderle aquella noche, como fuesen con cautela y
prevenidos para que no se les fuese de entre las manos
con las artes y mañas que sabía. Alegráronse mucho los
sacrílegos pontífices y quedaron previniendo gente
armada para salir luego al prendimiento del inocentísimo
Cordero.
1207. Estaba en el ínterin Su Majestad divina con los
once Apóstoles tratando de nuestra salvación eterna y de
los mismos que le maquinaban la muerte. Inaudita y
admirable porfía de la suma malicia humana y de la
inmensa bondad y caridad divina, que si desde el primer
hombre se comenzó esta contienda del bien y del mal en
el mundo, en la muerte de nuestro Reparador llegaron los dos extremos a lo sumo que pudieron subir; pues a un
mismo tiempo obró cada uno a vista del otro lo más que
le fue posible: la malicia humana quitando la vida y
honra a su mismo Hacedor y Reparador, y Su Majestad
dándola por ellos con inmensa caridad. Fue como
necesario en esta ocasión —a nuestro modo de
entender— que el alma santísima de Cristo nuestro bien
atendiese a su Madre purísima, y lo mismo su divinidad,
para que tuviese algún agrado entre las criaturas en que
descansase su amor y se detuviese la justicia. Porque en
sola aquella pura criatura miraba lograda
dignísimamente la pasión y muerte que se le prevenía
por los hombres, y en aquella santidad sin medida
hallaba la justicia divina alguna recompensa de la
malicia humana, y en la humildad y caridad fidelísima de
esta gran Señora quedaban depositados los tesoros de
sus merecimientos, para que después como de cenizas
encendidas renaciese la Iglesia, como nueva fénix,
en virtud de los mismos merecimientos de Cristo nuestro
Señor y de su muerte. Este agrado que recibía la
humanidad de nuestro Redentor con la vista de la
santidad de su digna Madre, le daba esfuerzo y como
aliento para vencer la malicia de los mortales y
reconocía por bien empleada su paciencia en sufrir tales
penas, porque tenía entre los hombres a su amantísima
Madre.
1208. Todo lo que iba sucediendo conocía la gran
Señora desde su recogimiento, y vio los pensamientos del
obstinado Judas Iscariotes y el modo como se desvió del
Colegio Apostólico y cómo le habló Lucifer en forma de
aquel hombre su conocido y todo lo que pasó con él
cuando llegó a los príncipes de los sacerdotes y lo que
trataban y prevenían para prender al Señor con tanta
presteza. El dolor que con esta ciencia penetraba el
castísimo corazón de la Madre virgen, los actos de
virtudes que ejercitaba a la vista de tales maldades y cómo procedía en todos estos sucesos, no cabe en
nuestra capacidad el explicarlo; basta decir que todo fue
con plenitud de sabiduría, santidad y agrado de la
beatísima Trinidad. Compadecióse de Judas Iscariotes y
lloró la pérdida de aquel perverso discípulo. Recompensó
su maldad adorando, confesando, amando y alabando al
mismo Señor que él vendía con tan injuriosa y desleal
traición. Estaba preparada y dispuesta a morir por él, si
fuera necesario. Pidió por los que estaban fraguando la
prisión y muerte de su divino Cordero, como prendas que
se habían de comprar y estimar con el valor infinito de
tan preciosa sangre y vida, que así los miraba, estimaba
y valoreaba la prudentísima Señora.
1209. Prosiguió nuestro Salvador su camino, pasando el
torrente Cedrón para el monte Olívete, y entró en el
huerto de Getsemaní y hablando con todos los Apóstoles
que le seguían les dijo: Esperadme y asentaos aquí,
mientras yo me alejo un poco a la oración (Mt 26, 36); y
orad también vosotros para que no entréis en tentación
(Lc 22, 40). Dioles este aviso el divino Maestro, para que
estuviesen constantes en la fe contra las tentaciones,
que en la cena los había prevenido que todos serían
escandalizados aquella noche por lo que le verían
padecer, y que Satanás los embestiría para ventilarlos y
turbarlos con falsas sugestiones, porque el Pastor, como
estaba profetizado (Zac 13, 7), había de ser maltratado y
herido y las ovejas serían derramadas. Luego el Maestro
de la vida, dejando a los ocho Apóstoles juntos, llamó a
San Pedro, a San Juan y a Santiago, y con los tres se
retiró de los demás a otro puesto donde no podía ser
visto ni oído de ellos. Y estando con los tres Apóstoles
levantó los ojos al Eterno Padre y le confesó y alabó como
acostumbraba, y en su interior hizo una oración y petición
en cumplimiento de la profecía de San Zacarías [Día 6 de
septiembre: In Palaestina sancti Zachariae Prophétae,
qui, de Chaldaea senex in pátriam revérsus, ibíque defúnctus, juxta Aggaeum Prophétam cónditus jacet.]
(Zac 13, 7), dando licencia a la muerte para que llegase
al inocentísimo y sin pecado, y mandando a la espada de
la justicia divina que despertase sobre el pastor y sobre
el varón que estaba unido con el mismo Dios y ejecutase
en él todo su rigor y le hiriese hasta quitarle la vida. Para
esto se ofreció Cristo nuestro bien de nuevo al Padre en
satisfacción de su justicia por el rescate de todo el linaje
humano y dio consentimiento a los tormentos de la pasión
y muerte, para que en él se ejecutase en la parte que su
humanidad santísima era pasible, y suspendió y detuvo
desde entonces el consuelo y alivio que de la parte
impasible pudiera redundarle, para que con este
desamparo llegasen sus pasiones y dolores al sumo
grado de padecer; y el Eterno Padre lo concedió y
aprobó, según la voluntad de la humanidad santísima del
Verbo.
1210. Esta oración fue como una licencia y permiso con
que se abrieron las puertas al mar de la pasión y
amargura, para que con ímpetu entrasen hasta el alma
de Cristo, como lo había dicho por Santo Rey y Profeta
David (Sal 68, 2). Y así comenzó luego a congojarse y
sentir grandes angustias y con ellas dijo a los tres
Apóstoles: Triste está mi alma hasta la muerte (Mc 14,
34). Y porque estas palabras y tristeza de nuestro
Salvador encierran tantos misterios para nuestra
enseñanza, diré algo de lo que se me ha declarado,
como yo lo entiendo. Dio lugar Su Majestad para que
esta tristeza llegase a lo sumo natural y milagrosamente,
según toda la condición pasible de su humanidad
santísima. Y no sólo se entristeció por el natural apetito
de la vida en la porción inferior de ella, sino también
según la parte superior, con que miraba la reprobación
de tantos por quienes había de morir y la conocía en los
juicios y decretos inescrutables de la divina justicia. Y
esta fue la causa de su mayor tristeza, como adelante veremos (Cf. infra n. 1395). Y no dijo que estaba triste por
la muerte, sino hasta la muerte, porque fue menor la
tristeza del apetito natural de la vida, por la muerte que
le amenazaba de cerca. Y a más de la necesidad de ella
para la redención, estaba pronta su voluntad santísima
para vencer este natural apetito para nuestra enseñanza,
por haber gozado, por la parte que era viador, de la
gloria del cuerpo en su transfiguración. Porque con este
gozo se juzgaba como obligado a padecer, para dar el
retorno de aquella gloria que recibió la parte de viador,
para que hubiese correspondencia en el recibo y en la
paga, y quedásemos enseñados de esta doctrina en los
tres Apóstoles, que fueron testigos de aquella gloria y de
esta tristeza y congojas; que por esto fueron escogidos
para el uno y otro misterio, y así lo entendieron en esta
ocasión con luz particular que para esto se les dio.
1211. Fue también como necesario; para satisfacer al
inmenso amor con que nos amó nuestro Salvador Jesús,
dar licencia a esta tristeza misteriosa para que con tanta
profundidad le anegase, porque si no padeciera en ella
lo sumo a que pudo llegar, no quedara saciada su
caridad, ni se conociera tan claramente que era inextinguible
por las muchas aguas de tribulaciones (Cant 8, 7).
Y en el mismo padecer la ejercitó esta caridad con los
tres Apóstoles que estaban presentes y turbados con
saber que ya se llegaba la hora en que el divino Maestro
había de padecer y morir, como él mismo se lo había
declarado por muchos modos y prevenciones. Y esta
turbación y cobardía que padecieron, los confundía y
avergonzaba en sí mismos, sin atreverse a manifestarla.
Pero el amantísimo Señor los alentó manifestándoles su
misma tristeza, que padecería hasta la muerte, para que.
viéndole a él afligido y congojado, no se confundiesen de
sentir ellos sus penas y temores en que estaban. Y tuvo
juntamente otro misterio esta tristeza del Señor para los
tres Apóstoles Pedro, Juan y Diego (Diego, o sea Santiago), porque entre todos los demás ellos tres habían
hecho más alto concepto de la divinidad y excelencia de
su Maestro, así por la grandeza de su doctrina, santidad
de sus obras y potencia de sus milagros, que en todo esto
estaban más admirados y más atentos al dominio que
tenían sobre las criaturas. Y para confirmarlos en la fe de
que era hombre verdadero y pasible, fue conveniente que
de su presencia conociesen y viesen estaba triste y
afligido como hombre verdadero, y en el testimonio de
estos tres Apóstoles, privilegiados con tales favores,
quedase la Iglesia Santa informada contra los errores
que el demonio pretendería sembrar en ella sobre la
verdad de la humanidad de Cristo nuestro Salvador, y
también los demás fieles tuviésemos este consuelo,
cuando nos aflijan los trabajos y nos posea la tristeza.
1212. Ilustrados interiormente los tres Apóstoles con
esta doctrina, añadió el autor de la vida y les dijo:
Esperadme aquí, y velad y orad conmigo (Mt 26, 38). Que
fue enseñarles la práctica de todo lo que les había
prevenido y advertido y que estuviesen con él constantes
en su doctrina y fe y no se desviasen a la parte del
enemigo, y para conocerle y resistirle estuviesen atentos
y vigilantes, esperando que después de las ignominias de
la pasión verían la exaltación de su nombre. Con esto se
apartó el Señor de los tres Apóstoles algún espacio del
lugar de donde los dejó. Y postrado en tierra sobre su
divino rostro oró al Padre Eterno, y le dijo: Padre mío, si
es posible, pase de mí este cáliz (Mt 26, 39). Esta oración
hizo Cristo nuestro bien después que bajó del cielo con
voluntad eficaz de morir y padecer por los hombres,
después que despreciando la confusión de su pasión
(Heb 12, 2) la abrazó de voluntad y no admitió el gozo de
su humanidad, después que con ardentísimo amor corrió
a la muerte, a las afrentas, dolores y aflicciones, después
que hizo tanto aprecio de los hombres que determinó
redimirlos con el precio de su sangre. Y cuando con su divina y humana sabiduría y con su inextinguible caridad
sobrepujaba tanto al temor natural de la muerte, no
parece que sólo él pudo dar motivo a esta petición. Así lo
he conocido en la luz que se me ha dado de los ocultos
misterios que tuvo esta oración de nuestro Salvador.
1213. Y para manifestar lo que yo entiendo, advierto
que en esta ocasión entre nuestro Redentor Jesús y el
Eterno Padre se trataba del negocio más arduo que tenía
por su cuenta, que era la Redención humana y el fruto de
su pasión y muerte de cruz, para la oculta predestinación
de los santos. Y en esta oración propuso Cristo nuestro
bien sus tormentos, su sangre preciosísima y su muerte al
Eterno Padre, ofreciéndola de su parte por todos los
mortales, como precio superabundantísimo para todos y
para cada uno de los nacidos y de los que después
habían de nacer hasta el fin del mundo. Y de parte del
linaje humano presentó todos los pecados, infidelidades,
ingratitudes y desprecios que los malos habían de hacer
para malograr su afrentosa muerte y pasión, por ellos
admitida y padecida, y los que con efecto se habían de
condenar a pena eterna, por no haberse aprovechado de
su clemencia. Y aunque el morir por los amigos y
predestinados era agradable y como apetecible para
nuestro Salvador, pero morir y padecer por la parte de
los réprobos era muy amargo y penoso, porque de parte
de ellos no había razón final para sufrir el Señor la
muerte. A este dolor llamó Su Majestad cáliz, que era el
nombre con que los hebreos significaban lo que era muy
trabajoso y grande pena, como lo significó el mismo
Señor hablando con los hijos del Zebedeo, cuando les
dijo si podrían beber el cáliz como Su Majestad le había
de beber (Mt 20, 22). Y este cáliz fue tanto más amargo
para Cristo nuestro bien, cuanto conoció que su pasión y
muerte para los réprobos no sólo sería sin fruto, sino que
sería ocasión de escándalo (1 Cor 1, 23) y redundaría en
mayor pena y castigo para ellos, por haberla despreciado y malogrado.
1214. Entendí, pues, que la oración de Cristo nuestro
Señor fue pedir al Padre pasase de él aquel cáliz
amarguísimo de morir por los réprobos, y que siendo ya
inexcusable la muerte, ninguno, si era posible, se
perdiese, pues la redención que ofrecía era
superabundante para todos y cuanto era de su voluntad a
todos la aplicaba para que a todos aprovechase, si era
posible, eficazmente y, si no lo era, resignaba su voluntad
santísima en la de su Eterno Padre. Esta oración repitió
nuestro Salvador tres veces por intervalos orando
prolijamente con agonía, como dice San Lucas (Lc 22, 43),
según lo pedía la grandeza y peso de la causa que se
trataba. Y, a nuestro modo de entender, en ella intervino
una como altercación y contienda entre la humanidad
santísima de Cristo y la divinidad. Porque la humanidad,
con íntimo amor que tenía a los hombres de su misma
naturaleza, deseaba que todos por su pasión
consiguieran la salvación eterna, y la divinidad
representaba que por sus juicios altísimos estaba fijo el
número de los predestinados y, conforme a la equidad de
su justicia, no se debía conceder el beneficio a quien
tanto le despreciaba y de su voluntad libre se hacían
indignos de la vida de las almas, resistiendo a quien se la
procuraba y ofrecía. Y de este conflicto resultó la agonía
de Cristo y la prolija oración que hizo, alegando el poder
de su Eterno Padre, y que todas las cosas le eran posible
a su infinita majestad y grandeza.
1215. Creció esta agonía en nuestro Salvador con la
fuerza de la caridad y con la resistencia que conocía de
parte de los hombres para lograr en todos su pasión y
muerte, y entonces llegó a sudar sangre, con tanta
abundancia de gotas muy gruesas que corría hasta llegar
al suelo. Y aunque su oración y petición fue condicionada
y no se le concedió lo que debajo de condición pedía, porque faltó por los réprobos, pero alcanzó en ella que
los auxilios fuesen grandes y frecuentes para todos los
mortales y que se fuesen multiplicando en aquellos que
los admitiesen y no pusieren óbice y que los justos y
santos participasen en el fruto de la Redención y con
grande abundancia y les aplicasen muchos dones y
gracias de que los precitos y réprobos se harían
indignos. Y conformándose la voluntad humana de Cristo
con la divina aceptó la pasión por todos respectivamente:
para los precitos y réprobos como suficiente y para que
se les diesen auxilios suficientes, si ellos querían
aprovecharlos, y para los predestinados como eficaz,
porque ellos cooperarían a la gracia. Y así quedó dispuesta
y como efectuada la salud del cuerpo místico de
la Santa Iglesia, debajo de su cabeza y de su artífice
Cristo nuestro bien.
1216. Y para el lleno de este divino decreto, estando Su
Majestad en la agonía de su oración, tercera vez envió el
Eterno Padre al Santo Arcángel Miguel, que le
respondiese y confortase por medio de los sentidos
corporales, declarándole en ellos lo mismo que el mismo
Señor sabía por la ciencia de su santísima alma, porque
nada le pudo decir el Ángel que el Señor no supiera ni
tampoco podía obrar en su interior otro efecto para este
intento. Pero, como arriba se ha dicho (Cf. supra n. 1209),
tenía Cristo nuestro bien suspendido el alivio que de su
ciencia y amor podía redundar en su humanidad
santísima, dejándola, en cuanto pasible, a todo padecer
en sumo grado, como después lo dijo en la cruz (Cf. infra
n. 1395); y en lugar de este alivio y confortación recibió
alguna con la embajada del Santo Arcángel por parte de
los sentidos, al modo que obra la ciencia o noticia
experimental de lo que antes se sabía por otra ciencia,
porque la experiencia es nueva y mueve los sentidos y
potencias naturales. Y lo que le dijo San Miguel de parte
del Padre Eterno fue representarle e intimarle en el sentido que no era posible, como Su Majestad sabía,
salvarse los que no querían ser salvos, porque en la
aceptación divina valía mucho el número de los
predestinados, aunque fuese menor que el de los
réprobos, y que entre aquéllos estaba su Madre
santísima, que era digno fruto de su Redención, y que se
lograría en los Patriarcas, Profetas, Apóstoles, Mártires,
Vírgenes y Confesores, que serían muy señalados en su
amor, y obrarían cosas admirables para ensalzar el santo
nombre del Altísimo; y entre ellos le nombró el ángel
algunos, después de los apóstoles, como fueron los
patriarcas fundadores de las religiones, con las
condiciones de cada uno. Otros grandes y ocultos
sacramentos manifestó o refirió el ángel, que ni es
necesario declararlos, ni tengo orden para hacerlo,
porque basta lo dicho para seguir el discurso de esta
Historia.
1217. En los intervalos de esta oración que hizo nuestro
Salvador, dicen los Evangelistas (Mt 26, 41; Mc 14, 38; Lc
22, 42) que volvió a visitar a los Apóstoles y a exhortarlos
que velasen y orasen y no entrasen en tentación. Esto
hizo el vigilantísimo pastor, para dar forma a los Prelados
de su Iglesia del cuidado y gobierno que han de tener de
sus ovejas, porque si para cuidar de ellas dejó Cristo
Señor nuestro la oración, que tanto importaba, dicho está
lo que deben hacer los Prelados, posponiendo otros
negocios e intereses a la salvación de sus súbditos. Y
para entender la necesidad que tenían los Apóstoles,
advierto que el Dragón infernal, después que arrojado
del cenáculo, como se dijo arriba (Cf. supra n. 1189),
estuvo algún tiempo oprimido en las cavernas del
profundo, dio el Señor permiso para que saliese por lo
que había de servir su malicia a la ejecución de los
decretos del Señor. Y de golpe fueron muchos a embestir
a Judas Iscariotes para impedir la venta, en la forma que
se ha declarado (Cf. supra n. 1205). Y como no le pudieron disuadir, se convirtieron contra los demás
Apóstoles, sospechando que en el cenáculo habían
recibido algún favor grande de su Maestro, y lo deseaba
rastrear Lucifer, para conocerlo y destruirlo si pudiera.
Esta crueldad y furor del príncipe de las tinieblas y de sus
ministros vio nuestro Salvador, y como Padre amantísimo
y Prelado vigilante acudió a prevenir los hijos
pequeñuelos y súbditos principiantes, que eran sus
Apóstoles, y los despertó y mandó que orasen y velasen
contra sus enemigos, para que no entrasen en la
tentación que ocultamente los amenazaba y ellos no
prevenían ni advertían.
1218. Volvió, pues, a donde estaban los tres Apóstoles,
que por más favorecidos tenían más razones que los
obligasen a estar en vela y a imitar a su divino Maestro,
pero hallólos durmiendo, a que se dejaron vencer del
tedio y tristeza que padecían y con ella vinieron a caer
en aquella negligencia y tibieza de espíritu, en que los
venció el sueño y pereza. Y antes de hablarles ni
despertarles estuvo Su Majestad mirándolos y lloró un
poco sobre ellos, viéndolos por su negligencia y tibieza
sepultados y oprimidos de aquella sombra de la muerte,
en ocasión que Lucifer se desvelaba tanto contra ellos.
Habló con Pedro y le dijo: Simón, ¿así duermes y no
pudiste velar una hora conmigo? Y luego replicó a él y a
los demás y les dijo: Velad y orad, para que no entréis en
tentación; (Mc 14, 37-38) que mis enemigos y los vuestros
no se duermen como vosotros. La razón porque reprendió
a San Pedro no sólo fue porque él era cabeza y elegido
para Prelado de todos y porque entre ellos se había
señalado en las protestas y esfuerzos de que moriría por
el Señor y no le negaría, cuando todos los demás
escandalizados le dejasen y negasen, sino que también
le reprendió, porque con aquellos propósitos y
ofrecimientos, que entonces hizo de corazón, mereció ser
reprendido y advertido entre todos; porque sin duda el Señor a los que ama corrige y los buenos propósitos
siempre le agradan, aunque después en la ejecución
desfallezcamos, como le sucedió al más fervoroso de los
Apóstoles, San Pedro, la tercera vez que volvió Cristo
nuestro Redentor a despertar a todos los Apóstoles,
cuando ya Judas Iscariotes venía cerca a entregarle a sus
enemigos, como diré en el capítulo siguiente (Cf. infra n.
1225, 1231).
1219. Volvamos al cenáculo, donde estaba la Señora de
los cielos retirada con las mujeres santas que le
acompañaban y mirando con suma claridad en la divina
luz todas las obras y misterios de su Hijo santísimo en el
huerto, sin ocultársele cosa alguna. Al mismo tiempo que
se retiró el Señor con los tres Apóstoles, Pedro, Juan y
Santiago, se retiró la divina Reina de la compañía de las
mujeres a otro aposento y, dejando a las demás y
exhortándolas a que orasen y velasen para no caer en
tentación, llevó consigo a las tres Marías, señalando a
Santa María Magdalena como por superiora de las otras.
Y estando con las tres, como más familiares suyas, suplicó
al Eterno Padre que se suspendiese en ella todo el alivio
y consuelo que podía impedir, en la parte sensitiva y en
el alma, el sumo padecer con su Hijo santísimo y a su
imitación, y que en su virginal cuerpo participase y
sintiese los dolores de las llagas y tormentos que el
mismo Jesús había de padecer. Esta petición aprobó la
Beatísima Trinidad, y sintió la Madre los dolores de su
Hijo santísimo respectivamente, como adelante diré (Cf.
infra n. 1236). Y aunque fueron tales que con ellos
pudiera morir muchas veces si la diestra del Altísimo con
milagro no la preservara, pero por otra parte estos
dolores dados por la mano del Señor fueron como
fiadores y alivio de su vida, porque en su ardiente amor
tan sin medida fuera más violenta la pena de ver padecer
y morir a su Hijo benditísimo y no padecer con él las
mismas penas respectivamente.
1220. A las tres Marías señaló la Reina para que en la
pasión la acompañasen y asistiesen, y para esto fueron
ilustradas con mayor gracia y luz de los misterios de
Cristo que las otras mujeres. Y en retirándose con las tres
comenzó la purísima Madre a sentir nueva tristeza y
congojas y hablando con ellas las dijo: Mi alma está
triste, porque ha de padecer y morir mi amado Hijo y
Señor y no he de morir yo con él y sus tormentos. Orad,
amigas mías, para que no os comprenda la tentación.—Y
dichas estas razones, se alejó de ellas un poco y,
acompañando la oración que hacía nuestro Salvador en
el huerto, hizo la misma súplica, como a ella le tocaba y
conforme a lo que conocía de la voluntad humana de su
Hijo santísimo, y volviendo por los mismos intervalos a
exhortar a las tres mujeres, porque también conoció la
indignación del Dragón contra ellas, continuó la oración y
petición y sintió otra agonía como la del Salvador. Lloró
la reprobación de los precitos, porque se le
manifestaron grandes sacramentos de la eterna
predestinación y reprobación [Hay predestinación a la
gloria, pero no hay predestinación previa y antecedente
al infierno. Los que se condenan lo hacen por su propia
culpa]. Y para imitar en todo al Redentor del mundo y
cooperar con él, tuvo la gran Señora otro sudor de sangre
semejante al de Cristo nuestro Señor, y por disposición
de la Beatísima Trinidad le fue enviado el Arcángel San
Gabriel que la confortase, como San Miguel a nuestro
Salvador Jesús. Y el santo príncipe la propuso y declaró
la voluntad del Altísimo, con las mismas razones que San
Miguel habló a su Hijo santísimo, porque en entrambos
era una misma la petición y la causa del dolor y tristeza
que padecieron; y así fueron semejantes en el obrar y
conocer, con la proporción que convenía. Entendí en esta
ocasión, que la prudentísima Señora estaba prevenida de
algunos paños para lo que en la pasión de su amantísimo
Hijo le había de suceder y entonces envió algunos de sus Ángeles con una toalla al huerto, donde el Señor estaba
sudando sangre, para que le enjugasen y limpiasen su
venerable rostro, y así lo hicieron los ministros del
Altísimo, que por el amor de Madre y por su mayor
merecimiento condescendió Su Majestad a este piadoso
y tierno afecto. Cuando llegó la hora de prender a
nuestro Salvador, se lo declaró la dolorosa Madre a las
tres Marías y todas se lamentaban con amarguísimo
llanto, señalándose la Magdalena como más inflamada
en el amor y piedad fervorosa.
Doctrina que me dio la Reina del cielo María santísima.
1221. Hija mía, todo lo que en este capítulo has
entendido y escrito es un despertador y aviso para ti y
para todos los mortales de suma importancia, si en él
cargas la consideración. Atiende, pues, y confiere en tus
pensamientos, cuánto pesa el negocio de la predestinación
o reprobación eterna de las almas, pues le
trató mi Hijo santísimo con tanta ponderación, y la
dificultad o imposibilidad de que todos los hombres
fuesen salvos y bienaventurados le hizo tan amarga la
pasión y muerte que para remedio de todos admitía y
padecía. Y en este conflicto manifestó la importancia y
gravedad de esta empresa y por esto multiplicó las
peticiones y oraciones a su Eterno Padre, obligándole el
amor de los hombres a sudar copiosamente su sangre de
inestimable precio, porque no se podía lograr en todos su
muerte, supuesta la malicia con que los precitos y
réprobos se hacen indignos de su participación.
Justificada tiene su causa mi Hijo y mi Señor, con haber
procurado la salvación de todos sin tasa ni medida de su
amor y merecimientos, y justificada la tiene el Eterno
Padre con haber dado al mundo este remedio y haberle
puesto en manos de cada uno, para que la extienda a la
muerte o a la vida, al agua o al fuego (Eclo 17, 18),
conociendo la distancia que hay de lo uno y de lo otro.
1222. Pero ¿qué descargo o qué disculpa pretenderán los
hombres, de haber olvidado su propia y eterna salvación,
cuando mi Hijo y yo con Su Majestad se la deseamos y
procuramos con tanto desvelo y afecto de que la
admitiesen? Y si ninguno de los mortales tiene excusa de
su tardanza y estulticia, mucho menos la tendrán en el
juicio los hijos de la Santa Iglesia, que han recibido la fe
de estos admirables sacramentos, y se diferencian poco
en la vida de los infieles y paganos. No entiendas, hija
mía, que está escrito en vano: Muchos son los llamados y
pocos los escogidos (Mt 20, 16). Teme esta sentencia y
renueva en tu corazón el cuidado y celo de tu salvación,
conforme a la obligación que en ti ha crecido con la
ciencia de tan altos misterios. Y cuando no interesaras en
esto la vida eterna y tu felicidad, debías corresponder a
la caricia con que yo te manifiesto tantos y divinos
secretos y, dándote el nombre de hija mía y esposa de mi
Señor, debes entender que tu oficio ha de ser amar y
padecer, sin otra atención a cosa alguna visible, pues yo
te llamo para mi imitación, que siempre ocupé mis
potencias en estas dos cosas con suma perfección; y para
que tú la alcances, quiero que tu oración sea continua sin
intermisión y que veles una hora conmigo, que es todo el
tiempo de la vida mortal; porque comparada con la
eternidad menos es que una hora y un punto. Y con esta
disposición quiero que prosigas los misterios de la
pasión, que los escribas y sientas e imprimas en tu
corazón.
MISTICA CIUDAD DE DIOS
VIDA DE LA VIRGEN MARÍA
Venerable María de Jesús de Agreda
Libro VI, Cap. 12