La ascensión de Cristo Redentor nuestro a los cielos
con todos los Santos que le asistían, y lleva a su Madre
santísima consigo para darle la posesión de la gloria.
1509. Llegó la hora felicísima en que el Unigénito del
Eterno Padre, que por la Encarnación humana bajó del
cielo, había de subir a él con admirable y propia
ascensión para asentarse a la diestra que le tocaba como
heredero de sus eternidades, engendrado de su
sustancia en igualdad y unidad de naturaleza y gloria
infinita. Subió tanto porque descendió primero hasta lo
inferior de la tierra, como lo dice el Apóstol (Ef 4, 9),
dejando llenas todas las cosas que de su venida al
mundo, de su vida, muerte y redención humana estaban
dichas y escritas, habiendo penetrado como Señor de
todo hasta el centro de la tierra y echado el sello a todos
sus misterios con éste de su ascensión, en que dejó
prometido el Espíritu Santo, que no viniera si primero no
subiera a los cielos el mismo Señor, que con el Padre le
había de enviar a su nueva Iglesia. Para celebrar día tan
festivo y misteriosa eligió Cristo nuestro bien por
especiales testigos las ciento y veinte personas, a quien
juntó y halló en el cenáculo, como en el capítulo pasado
se dijo, que eran María santísima y los once Apóstoles,
los setenta y dos discípulos, Santa María Magdalena,
Santa Marta y San Lázaro, hermano de las dos, y las otras
Marías y algunos fieles, hombres y mujeres, hasta cumplir
el número sobredicho (Cf. supra n. 1504) de ciento y
veinte.
1510. Con esta pequeña grey salió del cenáculo nuestro
divino pastor Jesús, llevándolos a todos delante por las
calles de Jerusalén y a su lado a la beatísima Madre. Y
luego los Apóstoles y todos los demás por su orden
caminaron hacia Betania, que distaba menos de media
legua (1 legua ~ 5.556 Km) a la falda del monte Olivete.
La compañía de los Ángeles y Santos que salieron del
limbo y purgatorio seguían al Triunfador victorioso con
nuevos cánticos de alabanza, aunque de su vista sólo
gozaba María santísima. Estaba ya divulgada por toda
Jerusalén y Palestina la Resurrección de Jesús Nazareno,
aunque la pérfida malicia de los príncipes de los
sacerdotes procuraba que se asentase el falso testimonio
de que los discípulos le habían hurtado, pero muchos no
lo admitieron, ni dieron crédito. Y con todo eso dispuso la
Divina Providencia que ninguno de los moradores de la
ciudad, o incrédulos o dudosos, reparasen en aquella
santa procesión que salía del cenáculo ni los impidiesen
el camino, porque todos estuvieron justamente
inadvertidos, como incapaces de conocer aquel misterio
tan maravilloso, no obstante que el capitán y maestro
Jesús iba invisible para todos los demás, fuera de los
ciento y veinte justos que eligió para que le viesen subir a
los cielos.
1511. Con esta seguridad que les previno el poder del
mismo Señor, caminaron todos hasta subir a lo más alto
del monte Olivete, y llegando al lugar determinado se
formaron tres coros, uno de Ángeles, otro de los Santos
y el tercero de los Apóstoles y fieles, que se dividieron en
dos alas, y Cristo nuestro Salvador hacía cabeza. Luego
la prudentísima Madre se postró a los pies de su Hijo y le
adoró por verdadero Dios y Reparador del mundo, con
admirable culto y humildad, y le pidió su última
bendición. Y todos los demás fieles que allí estaban a
imitación de su gran Reina hicieron lo mismo, y con
grandes sollozos y suspiros preguntaron al Señor si en
aquel tiempo había de restaurar el reino de Israel, y Su
Majestad les respondió que aquel secreto era de su
Eterno Padre y no les convenía saberlo y que por
entonces era necesario y conveniente que en recibiendo
al Espíritu Santo predicasen en Jerusalén, en Samaría y
en todo el mundo los misterios de la Redención humana.
1512. Despedido Su Divina Majestad de aquella santa y
feliz congregación de fieles con semblante apacible y
majestuoso, juntó las manos y en su propia virtud se
comenzó a levantar del suelo, dejando en él las señales o
vestigios de sus sagradas plantas. Y con un suavísimo
movimiento se fue encaminando por la región del aire,
llevando tras de sí los ojos y el corazón de aquellos hijos
primogénitos, que entre suspiros y lágrimas le seguían
con el afecto. Y como al movimiento del primer móvil se
mueven también los cielos inferiores que comprende su
dilatada esfera, así nuestro Salvador Jesús llevó tras
de sí mismo los coros celestiales de Ángeles y Santos
Padres y los demás que le acompañaban glorificados,
unos en cuerpo y alma, otros en solas las almas, y todos
juntos y ordenados subieron y se levantaron de la tierra
acompañando y siguiendo a su Rey, Capitán y Cabeza. El
nuevo y oculto sacramento que la diestra del Altísimo
obró en esta ocasión fue llevar consigo a su Madre
santísima para darla en el cielo la posesión de la gloria y
del lugar que como a Madre verdadera le tenía señalado,
y ella con sus méritos adquirido, y para adelante
prevenido. De este favor estaba ya capaz la gran Reina
antes que sucediese, porque su Hijo santísimo se lo había
ofrecido en los cuarenta días que la acompañó después
de su milagrosa resurrección. Y porque a ninguna otra
criatura humana y viviente se le manifestase este
sacramento por entonces, y para que en la congregación
de los apóstoles y demás fieles asistiese su divina
Maestra, perseverando con ellos en oración hasta la
venida del Espíritu Santo, como se dice en los Actos de
los Apóstoles (Act 1, 14), obró el poder divino por
milagroso y admirable modo que María santísima
estuviese en dos partes, quedando con los hijos de la
Iglesia siguiéndoles al cenáculo y asistiendo con ellos, y
subiendo en compañía del Redentor del mundo, y en su
mismo trono, a los cielos, donde estuvo tres días con el
más perfecto uso de las potencias y sentidos, y al mismo
tiempo en el cenáculo con menos ejercicio de ellos.
1513. Fue la beatísima Señora levantada con su Hijo
santísimo y colocada a su diestra, cumpliéndose lo que
dijo el Santo Rey y Profeta David (Sal 44, 10), que estuvo la
Reina a su diestra con vestido dorado de resplandores de
gloria y rodeada de variedad de dones y gracias a vista
de los Ángeles y Santos que ascendían con el Señor. Y
para que la admiración de este gran misterio despierte
más la devoción, inflame la viva fe de los fieles y los
incline a engrandecer al autor de tan rara y no pensada
maravilla, advierto a los que leyeren este milagro que,
desde que el Muy Alto me declaró su voluntad de que
escribiese esta Historia y me intimó mandato para
ejecutarlo, repetidísimas veces y en dilatado tiempo
y largos años que han pasado me ha manifestado Su
Majestad diversos misterios y descubierto grandes
sacramentos de los que dejo escritos y diré adelante,
porque la alteza del argumento pedía esta prevención y
disposición. No lo recibía todo junto, porque no es capaz
la limitación de la criatura de tanta abundancia, pero
para escribirlo se me renueva la luz por otro modo de
cada misterio en particular; y las inteligencias de todos
han sido ordinariamente en los días festivos de Cristo
nuestro Salvador y de la gran Reina del cielo, y
singularmente este sacramento grande, de llevar el Hijo
santísimo a su purísima Madre el día de la Ascensión
consigo al cielo y quedando en el cenáculo por modo
admirable y milagroso, le he conocido
consecutivamente algunos años en los mismos días.
1514. La firmeza que trae consigo la verdad divina no
deja duda para el entendimiento que la conoce y mira en
el mismo Dios, donde todo es luz sin mezcla de tinieblas
(1 Jn 1, 5) y se conoce el objeto y la razón; pero para
quien oye en relación estos misterios, necesario es dar
motivos a la piedad para pedir el crédito de lo que es
oscuro, y por esta causa me hallara dudosa en escribir el
oculto sacramento de esta subida a los cielos de nuestra
Reina si no fuera tan grande falta negarle a esta Historia
maravilla y prerrogativa que tanto la engrandece. A mí
se me ofreció la duda cuando conocí este misterio la
primera vez, pero ahora que le escribo no la tengo,
después que dije en la primera parte (Cf. supra p.I n.
331) cómo en naciendo la Princesa de las alturas fue
llevada niña al cielo empíreo, y en esta segunda parte
dije (Cf. supra n. 72, 90) que sucedió lo mismo dos veces
en los nueve días que precedieron a la Encarnación del
Verbo, para disponerla dignamente para tan alto
misterio. Y si el poder divino hizo con María santísima
estos favores tan admirables antes de ser Madre del
Verbo, disponiéndola para que lo fuese, mucho más
creíble es que los repetiría después que ya estaba
consagrada con haberle tenido en su virginal tálamo,
dándole forma humana de su purísima sangre,
alimentándole a sus pechos con su leche y criándole
como a Hijo verdadero, y después de haberle servido
treinta y tres años, siguiéndole e imitándole en su vida,
pasión y muerte con la fidelidad que ninguna lengua
puede explicar.
1515. En estos favores y misterios de María santísima,
muy diferente cosa es investigar la razón por qué el
Altísimo los obró en ella, o por qué los ha tenido ocultos
tantos siglos en su Iglesia. Lo primero se ha de regular
con el poder divino y el amor inmenso que tuvo a su
Madre y por la dignidad que la dio sobre todas las
criaturas. Y como los hombres en carne mortal no llegan
a conocer cabalmente ni la dignidad de Madre, ni el
amor que le tuvo y tiene su Hijo y toda la Beatísima
Trinidad, ni los méritos y santidad a donde la levantó su
omnipotencia, por esta ignorancia limitan el poder divino
en obrar con su Madre todo lo que pudo, que fue todo lo
que quiso. Pero si a ella sola se dio a sí mismo con tan
especial modo como hacerse hijo de su sustancia,
consiguiente era en el orden de gracia hacer con ella
singularmente lo que con ningún otro ni con todo el linaje
humano se debía hacer ni convenía; y con ella no
solamente han de ser singulares los favores, beneficios y
dones que hizo el Altísimo con su Madre santísima, pero
la regla general es que ninguno le negó de cuantos pudo
hacer con ella que redundase en su gloria y santidad,
después de la de su humanidad santísima.
1516. Pero en manifestar Dios estas maravillas a
su Iglesia concurren otras razones de su altísima
Providencia, con que la gobierna y le va dando nuevos
resplandores según los tiempos y necesidades que con
ellos se ofrece. Porque el dichoso día de la gracia, que
amaneció al mundo con la Encarnación del Verbo
humanado y Redención de los hombres, tiene su mañana
y meridiano como tendrá su ocaso, y todo lo dispone la
eterna sabiduría como y cuando oportunamente
conviene. Y aunque todos los misterios de Cristo y su
Madre estén revelados en las divinas Escrituras, mas no
todos se manifiestan igualmente a un mismo tiempo, sino
poco a poco ha ido corriendo el Señor la cortina de las
figuras y metáforas o enigmas con que se revelaron
muchos sacramentos, como encerrados y reservados
para su tiempo, como lo están los rayos del sol después
de haber salido debajo de la nube que los oculta hasta
que se retira. Y no es maravilla que a los hombres se les
vaya comunicando por partes alguno de los muchos rayos
de esta divina luz, pues los mismos ángeles, aunque
conocieron desde su creación el misterio de la
Encarnación en sustancia y como en general, como fin a
donde se ordenaba todo el ministerio que tienen con los
hombres, pero no se les manifestaron a los divinos
espíritus todas las condiciones, efectos y circunstancias
de este misterio, antes han conocido muchas de ellas
después de cinco mil y doscientos y más años de la
creación del mundo. Y este nuevo conocimiento de lo que
no sabían en particular, les causaba nueva admiración de
alabanza y gloria, que daban al autor, como en todo el
discurso de esta Historia muchas veces repito (Cf. supra
n. 631, 692, 997, 1261, 1286). Y con este ejemplo respondo
a la admiración que puede causar a quien oyere de
nuevo el misterio que aquí escribo de María santísima,
oculto hasta que el Altísimo lo ha querido manifestar, con
los demás que dejo escritos y escribiré adelante.
1517. Antes que yo estuviera capaz de estas razones,
cuando comencé a conocer este misterio de haber
llevado Cristo nuestro Salvador a su Madre santísima
consigo en su Ascensión, no fue pequeña mi admiración,
no tanto en mi nombre como en los demás a cuya noticia
llegara. Y entre otras cosas que entendí entonces del
Señor, fue acordarme lo que San Pablo de sí mismo dejó
escrito en la Iglesia, cuando refirió el rapto que tuvo
hasta el tercero cielo (2 Cor 12, 2), que fue el de los
bienaventurados, donde dejó en duda si fue arrebatado
en cuerpo o fuera de él, sin afirmar o negar alguno de
estos dos modos, antes suponiendo que pudo ser por
cualquiera de ellos. Y entedí luego que si al Apóstol en
el principio de su conversión le sucedió esto, de manera
que pudiese ser llevado al cielo empíreo corporalmente,
cuando no habían precedido en él méritos sino culpas, y
concederle este milagro al poder divino no tiene peligro
ni inconveniente en la Iglesia, ¿cómo se ha de dudar que
haría el mismo Señor este favor a su Madre y más sobre
tan inefables merecimientos y santidad? Añadió más el
Señor: que si a otros Santos de los que resucitaron en el
cuerpo con la resurrección de Cristo se les concedió subir
en cuerpo y alma con Su Majestad, más razón había para
concederle a su Madre purísima este favor, pues, aunque
a ninguno de los mortales se le hiciera este beneficio, a
María santísima se le debía en algún modo por haber
padecido con el Señor. Y era puesto en razón que con él
mismo entrase a la parte del triunfo y del gozo con que
llegaba a tomar la posesión de la diestra de su Eterno
Padre, para que de la suya la tomase también su propia
Madre, que le había dado de su misma sustancia aquella
naturaleza humana en que subía triunfante a los cielos. Y
así como era conveniente que en esta gloria no se
apartasen Hijo y Madre, también lo era que ningún otro
del linaje humano en cuerpo y alma llegase primero a la
posesión de aquella eterna felicidad que María
santísima, aunque fueran su padre y madre y su esposo
San José y los demás, que a todos y al mismo Señor e Hijo
santísimo Jesús les faltara esta parte de gozo accidental
en aquel día sin María santísima y si no entrara con ellos
en la patria celestial como Madre de su Reparador y
Reina de todo lo criado, a quien ninguno de sus vasallos
se debía anteponer en este favor y beneficio.
1518. Estas congruencias me parecen bastantes para
que la piedad católica se alegre y consuele con la noticia
de este misterio y de los que diré adelante de esta
condición en la tercera parte. Y volviendo al discurso de
la Historia, digo que nuestro Salvador llevó consigo a
su Madre santísima en la subida a los cielos, llena de
resplandor y gloria a vista de los Ángeles y Santos, con
increíble júbilo y admiración de todos. Y fue muy
conveniente por entonces que los Apóstoles y los demás
fieles ignorasen este misterio, porque si vieran ascender
a su Madre y Maestra con Cristo, los afligiera el
desconsuelo sin medida ni recurso de algún alivio, pues
no les quedaba otro mayor que imaginar tenían
consigo a la beatísima Señora y Madre piadosísima. Con
todo eso, fueron grandes los suspiros, lágrimas y
clamores que daban de lo íntimo del alma, cuando vieron
que su amantísimo Maestro y Redentor se iba alejando
por la región del aire. Y cuando ya le iban perdiendo de
vista, se interpuso una nube refulgentísima entre el Señor
y los que quedaban en la tierra, y con esta nube se les
ocultó de todo punto para dejar de verle. Venía en ella la
persona del Eterno Padre, que descendió del supremo
cielo a la región del aire a recibir a su Unigénito
humanado y a la Madre que le dio el nuevo ser humano
en que volvía. Y llegándolos el Padre a sí mismo, los
recibió con un abrazo inseparable de infinito amor y
nuevo gozo para los Ángeles, que en ejércitos
innumerables venían del cielo asistiendo a la Persona del
Eterno Padre [en todos los lugares esta presente la
consubstancial Beatísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu
Santo con sustancia y esencia, pero con gracia
santificante e inhabitación solamente en las almas de los
justos]. Luego en breve espacio y penetrando los
elementos y los orbes celestiales les llegó toda esta
divina procesión al lugar supremo del empíreo. Los
Ángeles que subían de la tierra con sus Reyes Jesús y
María, y los que volvieron de la región del aire, hablaron
a la entrada con los demás que quedaron en las alturas y
repitieron aquellas palabras del Santo Rey David (Sal
23, 7), añadiendo otras que declaran el misterio, y
dijeron:
1519. Abrid, príncipes, abrid vuestras puertas
eternales; levántense y estén patentes, para que entre
en su morada el gran Rey de la gloria, el Señor de las
virtudes, el poderoso en las batallas y fuerte y vencedor,
que viene victorioso y triunfador de todos sus enemigos.
Abrid las puertas del soberano paraíso, y siempre estén
patentes y franqueadas, que sube el nuevo Adán,
reparador de todo su linaje humano, rico en
misericordias, abundante en los tesoros de sus propios
merecimientos, cargado de despojos y primicias de la
copiosa Redención que con su muerte obró en el mundo.
Ya restauró la ruina de nuestra naturaleza y levantó la
humana a la suprema dignidad de su mismo ser inmenso.
Ya vuelve con el reino que le dio su Padre de los electos y
redimidos. Ya su liberal misericordia les deja a los
mortales la potestad para que de justicia pueden
adquirir el derecho que perdieron por el pecado, para
merecer con la observancia de su ley la vida eterna como
hermanos suyos y herederos de los bienes de su Padre; y
para mayor gloria suya y gozo nuestro trae consigo y a su
lado a la Madre de piedad, que le dio la forma de
hombre en que venció al demonio, y viene nuestra Reina
tan agradable y especiosa, que deleita a quien la mira.
Salid, salid, divinos cortesanos, veréis a nuestro Rey
hermosísimo con la diadema que le dio su Madre, y a su
Madre coronada con la gloria que le da su Hijo.
1520. Con este júbilo y el que excede a nuestro
pensamiento llegó al cielo empíreo aquella nueva
procesión tan ordenada y, puestos a dos coros Ángeles y
Santos, pasaron Cristo nuestro Redentor y su beatísima
Madre, y todos por su orden les dieron suprema
adoración a cada uno y a los dos respectivamente,
cantando nuevos cánticos de loores a los autores de la
gracia y de la vida. El Eterno Padre asentó a su diestra en
el trono de la divinidad al Verbo humanado con tanta
gloria y majestad, que puso en nueva admiración y temor
reverencial a todos los moradores del cielo, que conocían
con visión clara e intuitiva la divinidad de infinita gloria y
perfecciones, encerrada y unida sustancialmente en una
persona a la humanidad santísima, hermoseada y
levantada a la preeminencia y gloria que de aquella
inseparable unión le resultaba, que ni ojos le vieron, ni
oídos lo oyeron, ni jamás pudo caber en pensamiento
criado.
1521. En esta ocasión subió de punto la humildad y
sabiduría de nuestra prudentísima Reina, porque entre
tan divinos y admirables favores quedó como a la peana
del trono real, deshecha en su propio conocimiento de
pura y terrena criatura, y postrada adoró al Padre y le
hizo nuevos cánticos de alabanza por la gloria que
comunicaba a su Hijo, levantando en Él su humanidad
deificada en tan excelsa grandeza y gloria. Fue para
los Ángeles y Santos nuevo motivo de admiración y
gozo al ver la prudentísima humildad de su Reina, de
quien como de un dechado vivo copiaban con santa
emulación sus virtudes de adoración y reverencia. Oyóse
luego una voz del Padre que la decía: Hija mía, asciende
más adelante. Y su Hijo santísimo también la llamó,
diciendo: Madre mía, levántate y llega al lugar que yo te
debo por lo que me has seguido e imitado. Y el Espíritu
Santo dijo: Esposa mía y amiga mía, llega a mis eternos
brazos. Y luego se manifestó a todos los bienaventurados
el decreto de la Beatísima Trinidad, con que señalaba
por lugar y asiento de la felicísima Madre la diestra de su
Hijo para toda la eternidad, por haberle dado el ser
humano de su misma sangre y por haberle criado,
servido, imitado y seguido con plenitud de perfección
posible a pura criatura, y que ninguna otra de la
humana naturaleza tomase la posesión de aquel lugar y
estado inamisible en el grado que le correspondía, antes
que la Reina la tuviese y fuese colocada en el que se le
señalaba de justicia para después de su vida, como
superior en suma distancia a todo el restos de los santos.
1522. En cumplimiento de este decreto fue colocada
María santísima en el trono de la Beatísima Trinidad a la
diestra de su Hijo santísimo, conociendo ella misma y los
demás santos que se le daba la posesión de aquel lugar,
no sólo por todas las eternidades, sino también dejando
en la elección de su voluntad si quería permanecer en él,
sin dejarle desde entonces ni volver al mundo. Porque
ésta era como voluntad condicionada de las divinas
personas, que cuanto era de parte del Señor se quedase
en aquel estado. Y para que ella eligiese se le manifestó
de nuevo el que tenía la Iglesia Santa militante en la
tierra y la soledad y necesidad de los fieles, cuyo amparo
se le dejaba a su elección. Este orden de la admirable
Providencia del Altísimo fue dar ocasión a la Madre de
Misericordia para que sobreexcediese y aventajase a sí
misma y obligase al linaje humano con un acto de piedad
y clemencia como el que hizo, semejante al de su Hijo en
admitir el estado pasible, suspendiendo la gloria que
pudo y debía recibir en el cuerpo para redimirnos. Imitóle
en esto también su beatísima Madre, para que en todo
fuese semejante al Verbo humanado, y conociendo la
gran Señora sin engaño todo lo que se le proponía, se
levantó del trono y postrada ante el acatamiento de las
tres personas habló y dijo: Dios eterno y todopoderoso,
Señor mío, el admitir luego este premio, que vuestra
dignación me ofrece, ha de ser para descanso mío. El
volver al mundo y trabajar más en la vida mortal entre los
hijos de Adán, ayudando a los fieles de Vuestra Santa
Iglesia, ha de ser de gloria y beneplácito de Vuestra
Majestad y en beneficio de mis hijos los desterrados y
viadores. Yo admito el trabajo y renuncio por ahora este
descanso y gozo que de vuestra presencia recibo. Bien
conozco lo que poseo y recibo y lo sacrifico al amor que
tenéis a los hombres. Admitid, Señor y Dueño de todo mi
ser, mi sacrificio, y vuestra virtud divina me gobierne en
la empresa que me habéis fiado. Dilátese vuestra fe, sea
ensalzado vuestro santo nombre y multipliquese Vuestra
Iglesia, adquirida con la sangre de vuestro Unigénito y
mío, que yo me ofrezco de nuevo a trabajar por Vuestra
gloria y granjear las almas que pudiere.
1523. Esta resignación nunca imaginada hizo la
piadosísima Madre y Reina de las virtudes y fue tan
agradable en la divina aceptación, que luego se la
premió el Señor, disponiéndola con las purificaciones e
iluminaciones que otras veces he referido (Cf. supra p.I n.
626ss) para ver la divinidad intuitivamente; que hasta
entonces en esta ocasión no la había visto más de por
visión abstractiva, con todo lo que había precedido. Y
estando así elevada, se le manifestó en visión beatífica y
fue llena de gloria y bienes celestiales, que no se pueden
referir ni conocer en esta vida.
1524. Renovó en ella el Altísimo todos los dones que
hasta entonces la había comunicado y los confirmó y selló
de nuevo en el grado que convenía, para enviarla otra
vez por Madre y Maestra de la Santa Iglesia, y el título
que antes le había dado de Reina de todo lo criado, de
Abogada y Señora de los fieles, y como en la cera blanda
se imprime el sello, así en María santísima por virtud de
la omnipotencia divina se reimprimió de nuevo el ser
humano y la imagen de Cristo, para que con esta señal
volviese a la Iglesia militante, donde había de ser huerto
verdaderamente cerrado y sellado (Cant 4, 12) para
guardar las aguas de la vida. ¡Oh misterios tan
venerables cuanto levantados! ¡Oh secretos de la
Majestad altísima, dignos de toda reverencia! ¡Oh
caridad y clemencia de María santísima, nunca
imaginada de los ignorantes hijos de Eva! No fue sin
misterio poner Dios en su elección de esta única y
piadosa Madre el socorro de sus hijos los fieles, traza fue
para manifestarnos en esta maravilla aquel maternal
amor que acaso en otras y en tantas obras no
acabaríamos de conocer. Orden divino fue, para que ni a
ella le faltase esta excelencia, ni a nosotros esta deuda,
y nos provocase ejemplo tan admirable. ¿A quién le
pareciera mucho, a vista de esta fineza, lo que hicieron
los Santos y padecieron los Mártires, privándose de algún
momentáneo contentamiento para llegar al descanso,
cuando nuestra amantísima Madre se privó del gozo
verdadero para volver a socorrer a sus hijuelos? ¿Y cómo
excusaremos nuestra confusión, cuando ni por agradecer
este beneficio, ni por imitar este ejemplo, ni por obligar a
esta Señora, ni por adquirir su eterna compañía y la de su
Hijo, aun no queremos carecer de un leve y engañoso
deleite, que nos granjea su enemistad y la misma
muerte? Bendita sea tal mujer, alábenla los mismos cielos
y llámenla dichosa y bienaventurada todas las
generaciones.
1525. A la primera parte de esta Historia puse fin con el
capítulo 31 de las Parábolas de Salomón, declarando con
él las excelentes virtudes de esta gran Señora, que fue la
única mujer fuerte de la Iglesia, y con el mismo capítulo
puedo cerrar esta segunda parte, porque todo lo
comprendió el Espíritu Santo en la fecundidad de
misterios que encierran las palabras de aquel lugar. Y en
este gran sacramento de que he tratado aquí se verifica
con mayor excelencia, por el estado tan supremo en que
María santísima quedó después de este beneficio. Pero
no me detengo en repetir lo que allí dije, porque con ello
se entenderá mucho de lo que aquí podré decir y se
declara cómo esta Reina fue la mujer fuerte, cuyo valor y
precio vino de lejos y de los últimos fines del cielo
empíreo, de la confianza que de ella hizo la Beatísima
Trinidad, y no se halló frustrado el corazón de su varón,
porque nada le faltó de lo que esperaba de ella. Fue la
nave del mercader que desde el cielo trajo el alimento
de la Iglesia a la que con el fruto de sus manos la plantó,
la que se ciñó de fortaleza, la que corroboró su brazo
para cosas grandes, la que extendió sus palmas a los
pobres y abrió sus manos a los desamparados, la que
gustó y vio cuán buena era esta negociación a la vista del
premio en la bienaventuranza, la que vistió a sus
domésticos con dobladas vestiduras, la que no se le
extinguió la luz en la noche de la tribulación, ni pudo
temer en el rigor de las tentaciones. Para todo esto,
antes de bajar del cielo, pidió al Eterno Padre la
potencia, al Hijo la sabiduría, al Espíritu Santo el fuego
de su amor, y a todas tres Personas su asistencia y para
descender su bendición. Diéronsela estando postrada
ante su trono y la llenaron de nuevas influencias y
participación de la divinidad. Despidiéronla
amorosamente, llena de tesoros inefables de su gracia.
Los Santos Ángeles y justos la engrandecieron con
admirables bendiciones y loores con que volvió a la
tierra, como diré en la tercera parte (Cf. infra p. III n. 3),
y lo que obró en la Iglesia Santa el tiempo que convino
asistir en ella, que todo fue admiración del cielo y
beneficio de los hombres, que trabajó y padeció siempre
porque consiguiesen la felicidad eterna. Y como había
conocido el valor de la caridad en su origen y principio,
en Dios eterno, que es caridad, quedó enardecida en
ella, y su pan de día y noche fue caridad, y como abejita
oficiosa bajó de la Iglesia triunfante a la militante,
cargada de las flores de la caridad, a labrar el dulce
panal de miel del amor de Dios y del prójimo, con que
alimentó a los hijos pequeñuelos de la primitiva Iglesia y
los crió tan robustos y consumados varones en la
perfección, que fueron fundamentos bastantes para los
altos edificios de la Iglesia Santa.
1526. Y para dar fin a este capítulo, y con él a esta
segunda parte, volveré a la congregación de los fieles,
que dejamos tan llorosos en el monte Olivete. No los
olvidó María santísima en medio de sus glorias, y viendo
su tristeza y llanto y que todos estaban casi absortos
mirando a la región del aire, por donde su Redentor y
Maestro se les había escondido, volvió la dulce Madre
sus ojos desde la nube en que ascendía y desde donde
los asistía. Y viendo su dolor, pidió a Jesús amorosamente
consolase aquellos hijuelos pobres que dejaba huérfanos
en la tierra. Inclinado el Redentor del linaje humano con
los ruegos de su Madre, despachó desde la nube dos
Ángeles con vestiduras blancas y refulgentes, que en
forma humana aparecieron a todos los discípulos y fieles
y hablando con ellos les dijeron: Varones galileos, no
perseveréis en mirar al cielo con tanta admiración,
porqué este Señor Jesús, que se alejó de vosotros y
ascendió al cielo, otra vez ha de volver con la misma
gloria y majestad que ahora le habéis visto.—Con estas
razones, y otras que añadieron, consolaron a los
apóstoles y discípulos y a los demás, para que no
desfalleciesen y esperasen retirados la venida y
consolación que les daría él Espíritu Santo prometido por
su divino Maestro.
1527. Pero advierto que estas razones de los Ángeles,
aunque fueron de consuelo para aquellos varones y
mujeres, fueron también reprensión de su poca fe. Porque
si ella estuviera bien informada y fuerte con el amor puro
de la caridad, no era necesario ni útil estar mirando al
cielo tan suspensos, pues ya no podían ver a su Maestro,
ni detenerle con aquel amor y cariño tan sensible que les
obligaba a mirar el aire por donde había ascendido al
cielo, antes bien con la fe le podían ver y buscar a donde
estaba y con ella le hallaran seguramente. Y lo demás
era ya ocioso e imperfecto modo de buscarle, pues para
obligarle a que los asistiese con su gracia, no era
menester que corporalmente le vieran y le hablaran, y el
no entenderlo así, en varones tan ilustrados y perfectos
era defecto reprensible. Mucho tiempo cursaron los
Apóstoles y discípulos en la escuela de Cristo nuestro
bien y bebieron la doctrina de la perfección en su misma
fuente, tan pura y cristalina, que pudieran estar ya muy
espiritualizados y capaces de la más alta perfección.
Pero es tan infeliz nuestra naturaleza en servir a los
sentidos y contentarse con lo sensible, que aun lo más
divino y espiritual quiere amar y gustar sensiblemente; y
acostumbrada a esta grosería, tarda mucho en sacudirse
y purificarse de ella, y tal vez se engaña, cuando con más
seguridad y satisfacción ama al mejor objeto. Esta
verdad para nuestra enseñanza se experimentó en los
Apóstoles, a quienes el Señor había dicho que de tal
manera era verdad y luz que juntamente era camino y
que por él habían de llegar al conocimiento de su Eterno
Padre; que la luz no es para manifestarse a sí sola, ni el
camino es para quedarse en él.
1528. Esta doctrina tan repetida en el Evangelio y oída de
la boca del autor mismo y confirmada con el ejemplo de
su vida, pudiera levantar el corazón y entendimiento de
los Apóstoles a su inteligencia y práctica. Pero el mismo
gusto espiritual y sensible que recibían de la
conversación y trato de su Maestro y la seguridad con
que le amaban de justicia, les ocupó todas las fuerzas de
la voluntad atada al sentido, de manera que aún no
sabían pasar de aquel estado, ni advertir que en aquel
gusto espiritual se buscaban mucho a sí mismos, llevados
de la inclinación al deleite espiritual, que viene por los
sentidos. Y si no los dejara su mismo Maestro subiéndose
a los cielos, fuera muy difícil apartarlos de su
conversación sin grande amargura y tristeza, y con ella
no estuvieran idóneos para la predicación del Evangelio,
que se debía extender por todo el mundo a costa de
mucho trabajo y sudor y de la misma vida de los que le
predicaban. Este era oficio de varones no párvulos, sino
esforzados y fuertes en el amor, no aficionados ni
cariñosos al regalo sensible del espíritu, sino dispuestos
a padecer abundancia y penuria, a la infamia y a la
buena fama (2 Cor 6, 8), a las honras y deshonras, a la
tristeza y alegría, conservando en esta variedad el amor
y celo de la honra de Dios, con corazón magnánimo y
superior a todo lo próspero y adverso. Con esta
reprensión de los Ángeles se volvieron del monte Olívete
al cenáculo con María santísima, donde perseveraron con
ella en oración, aguardando la venida del Espíritu Santo,
como en la tercera parte veremos.
Doctrina que me dio la Reina del cielo María santísima.
1529. Hija mía, a esta segunda parte de mi vida darás
dichoso fin con quedar muy advertida y enseñada de la
suavidad eficacísima del divino amor y de su liberalidad
inmensa con las almas que no le impiden por sí mismas.
Más conforme es a la inclinación del sumo bien y su
voluntad perfecta y santa regalar a las criaturas que
afligirlas, darles consuelos más que aflicciones,
premiarlas más que castigarlas, dilatarlas más que
contristarlas. Pero los mortales ignoran esta ciencia
divina, porque desean que de la mano del sumo bien les
vengan las consolaciones, deleites y premios terrenos y
peligrosos, y los anteponen a los verdaderos y seguros.
Este pernicioso error enmienda el amor divino en ellos,
cuando los corrige con tribulaciones y los aflige con
adversidades, los enseña con castigos, porque la
naturaleza humana es tarda, grosera y rústica, y si no se
cultiva y rompe su dureza no da fruto sazonado, ni con
sus inclinaciones está bien dispuesta para el trato
amabilísimo y dulce del sumo bien. Y así, es necesario
ejercitarla y pulirla con el martillo de los trabajos y
renovar en el crisol de la tribulación, con que se haga
idónea y capaz de los dones y favores divinos,
enseñándose a no amar los objetos terrenos y falaces,
donde está escondida la muerte.
1530. Poco me pareció lo que yo trabajé cuando conocí el
premio que la bondad eterna me tenía prevenido, y por
esto dispuso con admirable providencia que volviese a la
Iglesia militante por mi propia voluntad y elección,
porque venía a ser este orden de mayor gloria para mí y
de exaltación al santo nombre del Altísimo, y se
conseguía el socorro de la Iglesia y de sus hijos por el
modo más admirable y santo. A mí me pareció muy
debido carecer aquellos años que viví en el mundo de la
felicidad que tenía en el cielo y volver a granjear en el
mundo nuevos frutos de obras y agrado del Altísimo,
porque todo lo debía a la bondad divina que me levantó
del polvo. Aprende, pues, carísima, de este ejemplo y
anímate con esfuerzo para imitarme en el tiempo que la
Santa Iglesia se halla tan desconsolada y rodeada de
tribulaciones, sin haber de sus hijos quien procure
consolarla. En esta causa quiero que trabajes con
esfuerzo, orando, pidiendo y clamando de lo íntimo del
corazón al Todopoderoso por sus fieles y padeciendo y, si
fuere necesario, dando por ella tu propia vida, que te
aseguro, hija mía, será muy agradable tu cuidado en los
ojos de mi Hijo santísimo y en los míos. Todo sea para
gloria y honra del Altísimo, Rey de los siglos, inmortal e
invisible, y de su Madre santísima María, por todas sus
eternidades.
MISTICA CIUDAD DE DIOS
VIDA DE LA VIRGEN MARÍA
Venerable María de Jesús de Agreda
Libro VI, Cap. 29