La venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y
otros fieles; viole María santísima intuitivamente y otros
ocultísimos misterios y secretos que sucedieron entonces.
58. En compañía de la gran Reina del cielo perseveraban alegres los doce Apóstoles con los demás discípulos y
fieles aguardando en el cenáculo la promesa del
Salvador, confirmada por la Madre santísima, de que les
enviaría de las alturas al Espíritu consolador, que les
enseñaría y administraría todas las cosas que en su
doctrina habían oído (Jn 14, 26). Estaban todos unánimes
y tan conformes en la caridad, que en todos aquellos días
ninguno tuvo pensamiento, afecto, ni ademán contrario
de los otros; uno mismo era el corazón y alma de todos en
el sentir y obrar. Y aunque se ofreció la elección de San
Matías, no intervino entre todos estos nuevos hijos de la
Iglesia un ademán ni menor movimiento de discordia, con
ser esta ocasión en la que los diferentes dictámenes
arrastran la voluntad para discordar aun los más atentos,
porque todos lo son para seguir cada uno su parecer y no
reducirse al ajeno. Pero entre aquella santa
congregación no tuvo entrada la discordia, porque los
unió la oración, el ayuno y el estar todos esperando la
visita del Espíritu Santo, que sobre corazones
encontrados y discordes no puede tener asiento. Y para
que se vea cuán poderosa fue esta unión de caridad, no
sólo en disponerlos para recibir el Espíritu Santo, sino
también para vencer a los demonios y ahuyentarlos,
advierto que desde el infierno, donde estaban aterrados
después de la muerte de nuestro Salvador Jesús, desde
allí sintieron nueva opresión y terror con las virtudes de
los que estaban en el cenáculo; aunque no las conocieron
en particular, sintieron que de allí les resultaba aquella
nueva fuerza que los acobardaba y juzgaron que se
destruía su imperio con lo que aquellos discípulos de
Cristo comenzaban a obrar en el mundo con su doctrina y
ejemplo.
59. La Reina de los Ángeles María santísima con la
plenitud de sabiduría y gracia conoció el tiempo y la hora
determinada por la divina voluntad para enviar al Espíritu
Santo sobre el Colegio Apostólico. Y como se cumpliesen los días de Pentecostés (Act 2, 1ss), que fue cincuenta
días después de la resurrección del Señor y nuestro
Redentor, vio la beatísima Madre cómo en el cielo la
humanidad de la persona del Verbo proponía al Eterno
Padre la promesa que el mismo Salvador dejaba hecha
en el mundo a sus Apóstoles, de enviarles al divino
Espíritu consolador, y que se cumplía el tiempo
determinado por su infinita sabiduría para hacer este
favor a la Santa Iglesia, para plantar en ella la fe que el
mismo Hijo había ordenado y los dones que le había
merecido. Propuso Su Majestad también los méritos que
en la carne mortal había adquirido con su santísima vida,
pasión y muerte y los misterios que había obrado para
remedio del humano linaje, y que era su medianero,
abogado e intercesor entre el Eterno Padre y los
hombres, y que entre ellos vivía su dulcísima Madre, en
quien las divinas personas se complacían. Pidió también
Su Majestad que viniese el Espíritu Santo al mundo en
forma visible, a más de la gracia y dones invisibles,
porque así convenía para honrar la Ley del Evangelio a
vista del mundo, para confortar y alentar más a los
Apóstoles y fieles que habían de predicar la palabra
divina, para causar terror en los enemigos del mismo
Señor, que en su vida le habían perseguido y despreciado
hasta la muerte de Cruz.
60. Esta petición, que hizo nuestro Redentor en el cielo,
acompañó su Madre santísima desde la tierra en la forma
que a la piadosa Madre de los fieles competía. Y estando
con profunda humildad postrada en tierra en forma de
cruz, conoció cómo en el consistorio de la Beatísima
Trinidad se admitía la petición del Salvador del mundo y
que para despacharla y ejecutarla —a nuestro modo de
entender— las dos personas del Padre y del Hijo, como
principio de quien procede el Espíritu Santo, ordenaban
la misión activa de la tercera Persona, porque a las dos
se les atribuye el enviar la que procede de entrambos, y la tercera persona del Espíritu Santo aceptaba la misión
pasiva y admitía venir al mundo. Y aunque todas estas
Personas divinas y sus operaciones son de una misma
voluntad infinita y eterna sin desigualdad alguna, pero
las mismas potencias que en todas Personas son indivisas
e iguales tienen unas operaciones ad intra en una
persona que no las tienen en otra; y así el entendimiento
en el Padre engendra y no en el Hijo, porque es
engendrado, y la voluntad en el Padre y en el Hijo espira
y no en el Espirito Santo, que es espirado. Y por esta
razón al Padre y al Hijo se les atribuye enviar, como
principio activo, al Espíritu Santo ad extra y a él se le
atribuye el ser enviado como pasivamente.
61. Precediendo las peticiones dichas, el día de
Pentecostés por la mañana la prudentísima Reina previno
a los Apóstoles y a los demás discípulos y mujeres santas
—que todas eran ciento y veinte personas— para que
orasen y esperasen con mayor fervor, porque muy presto
serían visitados de las alturas con el divino Espíritu. Y
estando así orando todos juntos con la celestial Señora, a
la hora de tercia se oyó en el aire un gran sonido de un
espantoso tronido y un viento o espíritu vehemente con
grande resplandor, como de relámpago y de fuego, y
todo se encaminó a la casa del cenáculo, llenándola de
luz y derramándose aquel divino fuego sobre toda
aquella santa congregación. Aparecieron sobre la
cabeza de cada uno de los ciento y veinte unas lenguas
del mismo fuego en que venía el Espíritu Santo,
llenándolos a todos y a cada uno de divinas influencias y
dones soberanos y causando a un mismo tiempo muy
diferentes y contrarios efectos en el cenáculo y en todo
Jerusalén, según la diversidad de sujetos.
62. En María santísima fueron divinos y admirables
para los cortesanos del cielo, que los demás somos muy
inferiores para entenderlos y explicarlos. Quedó la purísima Señora transformada y elevada toda en el
mismo altísimo Dios, porque vio intuitivamente y con
claridad al Espíritu Santo y por algún espacio, aunque de
paso, gozó de la visión beatífica de la divinidad, y de sus
dones y efectos recibió sola ella más que todo el resto de
los santos. Y su gloria por aquel tiempo excedió a la de
los Ángeles y Bienaventurados. Y sola ella dio más gloria,
alabanza y agradecimiento que todos ellos juntos por el
beneficio de haber enviado el Señor a su divino Espíritu
sobre la Santa Iglesia, empeñándose para enviarle
muchas veces y gobernarla con su asistencia hasta el fin
del mundo. Y de las obras que sola María santísima hizo
en esta ocasión se complació y agradó la Beatísima
Trinidad de manera que se dio Su Majestad como por
pagado y satisfecho de este favor que hizo al mundo; y no
sólo por satisfecho, pero hizo como si se hallara obligado,
por tener a esta única criatura que el Padre miraba como
Hija y el Hijo como Madre y el Espíritu Santo como a
Esposa, a quien —a nuestro modo de entender— debía
visitar y enriquecer después de haberla elegido para tan
alta dignidad. Renováronse en la digna y feliz Esposa
todos los dones y gracias del Espíritu Santo con nuevos
efectos y operaciones que no caben en nuestra capacidad.
63. Los Apóstoles, como dice San Lucas (Act 2, 4), fueron
también llenos y repletos del Espíritu Santo, porque
recibieron admirables aumentos de la gracia justificante
en grado muy levantado y solos ellos doce fueron
confirmados en esta gracia para no perderla.
Respectivamente se les infundieron hábitos de los siete
dones, sabiduría, entendimiento, ciencia, piedad,
consejo, fortaleza y temor, todos en grado
convenientísimo. En este beneficio tan grandioso y
admirable como nuevo en el mundo, quedaron los Doce
Apóstoles elevados y renovados para ser idóneos
ministros del Nuevo Testamento (2 Cor 3, 6) y fundadores de la Iglesia evangélica en todo el mundo, porque esta
nueva gracia y dones les comunicaron una virtud divina
que con eficaz y suave fuerza los inclinaba a lo más
heroico de todas las virtudes y a lo supremo de la
santidad. Y con esta fuerza oraban y obraban pronta y
fácilmente todas las cosas, por arduas y difíciles que
fuesen, y esto no con tristeza y por violenta necesidad,
sino con gozo y alegría.
64. En todos los demás discípulos y otros fieles que
recibieron el Espíritu Santo en el cenáculo, obró el
Altísimo los mismos efectos con proporción y
respectivamente, salvo que no fueron confirmados en
gracia como los Apóstoles, pero según la disposición de
cada uno se les comunicó la gracia y dones con más o
menos abundancia para el ministerio que les tocaba en
la Santa Iglesia. Y la misma proporción se guardó en los
Apóstoles, pero San Pedro y San Juan Evangelista
señaladamente fueron aventajados en estos dones por
los más altos oficios que tenían, el uno de gobernar la
Iglesia como cabeza y el otro de asistir y servir a su Reina
y Señora de cielo y tierra María santísima. El texto
sagrado de San Lucas dice que el Espíritu Santo llenó
toda la Casa donde estaba aquella feliz congregación
(Act 2, 2), no sólo porque todos en ella quedaron llenos
del divino Espíritu y de sus inefables dones, sino porque
la misma casa fue llena de admirable luz y resplandor. Y
esta plenitud de maravillas y prodigios redundó y se
comunicó a otros fuera del cenáculo, porque obró
también diversos y varios efectos el Espíritu Santo en los
moradores y vecinos de Jerusalén. Todos aquellos que
con alguna piedad se compadecieron de nuestro
Salvador y Redentor Jesús en su pasión y muerte,
doliéndose de sus acerbísimos tormentos y reverenciando
su venerable persona, fueron visitados en lo interior con
nueva luz y gracia que los dispuso para admitir después
la Doctrina de los Apóstoles. Y los que se convirtieron con el primer sermón de San Pedro eran muchos de éstos, a
quien su compasión y pena de la muerte del Señor les
comenzó a granjear tanta dicha como ésta. Otros justos
que estaban en Jerusalén fuera del cenáculo recibieron
también grande consolación interior con que se movieron
y dispusieron, y así obró en ellos el Espíritu Santo nuevos
efectos de gracia, respectivamente, en cada uno.
65. Pero no son menos admirables, aunque más ocultos,
otros efectos muy contrarios a los que he dicho, que el
mismo Espíritu divino obró este día en Jerusalén. Sucedió,
pues, que con el espantoso trueno y vehemente
conmoción del aire y relámpagos en que vino el Espíritu
Santo, turbó y atemorizó a todos los moradores de la
ciudad enemigos del Señor, respectivamente a cada uno
según su maldad y perfidia. Señalóse este castigo con
todos cuantos fueron actores y concurrieron en la muerte
de nuestro Salvador, particularizándose y airándose en
malicia y rabia. Todos éstos cayeron en tierra por tres
horas, dando en ella de cerebro. Y los que azotaron a Su
Majestad murieron luego todos, ahogados de su propia
sangre, que del golpe se les movió y trasvenó hasta
sofocarlos, por la que con tanta impiedad derramaron. El
atrevido que dio la bofetada a Su Majestad divina no sólo
murió repentinamente, sino que fue lanzado en el infierno
en alma y cuerpo. Otros de los judíos, aunque no
murieron, quedaron castigados con intensos dolores y
algunas enfermedades abominables. Este castigo fue
notorio en Jerusalén, aunque los pontífices y fariseos
pusieron gran diligencia en desmentirlo, como lo hicieron
en la Resurrección del Salvador; pero como esto no era
tan importante no lo escribieron los Apóstoles ni
Evangelistas, y la confusión de la ciudad y la multitud lo
olvidó luego.
66. Pasó también el castigo y el temor hasta el infierno,
donde los demonios le sintieron con nueva confusión y opresión, que les duró tres días, como a los judíos estar
en tierra tres horas. Y en aquellos días estuvieron Lucifer
y sus demonios dando formidables aullidos, con que todos
los condenados recibieron nueva pena y aterramiento de
confusísimo dolor. ¡Oh Espíritu inefable y poderoso! La
Iglesia Santa os llama dedo de Dios, porque procedéis
del Padre y del Hijo como el dedo del brazo y del cuerpo,
pero en esta ocasión se me ha manifestado que tenéis el
mismo poder infinito con el Padre y con el Hijo. En un
mismo tiempo con vuestra real presencia se movieron
cielo y tierra con efectos tan disímiles en todos sus
moradores, pero muy semejantes a los que sucederán el
día del juicio. A los santos y a los justos llenasteis de
vuestra gracia, dones y consolación inefable, y a los
impíos y soberbios castigasteis y llenasteis de confusión y
penas. Verdaderamente veo aquí cumplido lo que
dijisteis por Santo Rey y Profeta David (Sal 93, 1ss), que
sois Dios de venganzas y libremente obráis dando la
retribución digna a los malos, porque no se gloríen en su
malicia injusta ni digan en su corazón que no lo veréis ni
entenderéis, redarguyendo y castigando sus pecados.
67. Entiendan, pues, los insipientes del mundo y sepan
los estultos de la tierra que conoce el Altísimo los
pensamientos vanos de los hombres y que si con los
justos es liberal y suavísimo, con los impíos y malos es
rígido y justiciero para su castigo. Tocábale al Espíritu
Santo hacer lo uno y lo otro en esta ocasión. Porque
procedía del Verbo, que se humanó por los hombres y
murió para redimirlos y padeció tantos oprobios y
tormentos sin abrir su boca ni dar retribución de estas
deshonras y desprecios. Y bajando al mundo el Espíritu
Santo, era justo que volviera por la honra del mismo
Verbo humanado y, aunque no castigara a todos sus
enemigos, pero en el castigo de los más impíos quedara
señalado el que merecían todos los que con dura perfidia
le habían despreciado, si con darles lugar no se reducían a la verdad con verdadera penitencia. A los pocos que
habían admitido al Verbo humanado, siguiéndole y
oyéndole como Redentor y Maestro, y a los que habían
de predicar su fe y doctrina, era justo premiarlos y
disponerlos con favores proporcionados para el
ministerio de plantar la Iglesia y Ley Evangélica. A María
santísima era como debido visitarla el Espíritu Santo. El
Apóstol dijo (Ef 5, 31) que dejar el hombre a su padre y
madre y unirse con su esposa, como lo había dicho Santo
Profeta y Legislador Moisés (Gen 2, 24), era gran
sacramento entre Cristo y la Iglesia, por quien descendió
del seno del Padre para unirse con ella en la humanidad
que recibió. Pues si Cristo bajó del cielo por estar con su
esposa la Iglesia, consiguiente parecía que bajase el
Espíritu Santo por María santísima, no menos esposa suya
que Cristo de la Iglesia y no la amaba menos que el
Verbo humanado a la Iglesia.
Doctrina que me dio la gran Reina del cielo y Señora
nuestra.
68 Hija mía, poco atentos y agradecidos son los hijos de
la Iglesia al beneficio que les hizo el Altísimo enviando a
ella el Espíritu Santo, después de haber enviado a su Hijo
por Maestro y Redentor de los hombres. Tanta fue la
dilección con que los quiso amar y traer a sí, que para
hacerlos participantes de sus divinas perfecciones envió
primero al Hijo, que es la sabiduría, y después al Espíritu
Santo, que es su mismo amor, para que de estos atributos
fuesen enriquecidos en el modo que todos eran capaces
de recibirlos. Y aunque vino el divino Espíritu en la
primera vez sobre los Apóstoles y los demás que con ellos
estaban, pero en aquella venida dio prendas y testimonio
de que haría el mismo favor a los demás hijos de la
Iglesia, de la luz y del Evangelio, comunicando a todos
sus dones si todos se dispusieren para recibirlos. Y en fe
de esta verdad venía el mismo Espíritu Santo sobre muchos de los creyentes en forma o en efectos visibles,
porque eran verdaderamente fieles siervos, humildes,
sencillos y de corazón limpio y aparejados para recibirle.
Y también ahora viene en muchas almas justas, aunque
no con señales tan manifiestas como entonces, porque no
es necesario ni conveniente. Los efectos y dones
interiores todos son de una misma condición, según la
disposición y grado de cada uno que los recibe.
69. Dichosa es el alma que anhela y suspira por alcanzar
este beneficio y participar de este divino fuego, que
enciende, ilustra y consume todo lo terreno y carnal, y
purificándola la levanta a nuevo ser por la unión y
participación del mismo Dios. Esta felicidad, hija mía,
deseo para ti como verdadera y amorosa madre; y para
que la consigas con plenitud te amonesto de nuevo
prepares tu corazón, trabajando por conservar en él una
inviolable tranquilidad y paz en todo lo que te sucediere.
Quiere la divina clemencia levantarte a una habitación
muy alta y segura, donde tengan término las tormentas
de tu espíritu y no alcancen las baterías del mundo ni del
infierno, donde en tu reposo descanse el Altísimo y halle
en ti digna morada y templo de su gloria. No te faltarán
acometimientos y tentaciones del Dragón y todas con
suma astucia. Vive prevenida, para que ni te turbes ni
admitas desasosiego en lo interior de tu alma. Guarda tu
tesoro en tu secreto y goza de las delicias del Señor, de
los efectos dulces de su casto amor, de las influencias de
su ciencia, pues en esto te ha elegido y señalado entre
muchas generaciones, alargando su mano liberalísima
contigo.
70. Considera, pues, tu vocación y asegúrate que de
nuevo te ofrece el Altísimo la participación y
comunicación de su divino Espíritu y sus dones. Pero
advierte que cuando los concede no quita la libertad de
la voluntad, porque siempre deja en su mano el hacer elección del bien y del mal a su albedrío, y así te
conviene que en confianza del favor divino tomes eficaz
resolución de imitarme en todas las obras que de mi vida
conoces y no impedir los efectos y virtud de los dones del
Espíritu Santo. Y para que mejor entiendas esta doctrina,
te diré la práctica de todos siete.
71. El primero, que es la sabiduría, administra el
conocimiento y gusto de las cosas divinas para mover el
cordial amor que en ellas debes ejercitar, codiciando y
apeteciendo en todo lo bueno, lo mejor y más perfecto y
agradable al Señor. Y a esta moción has de concurrir
entregándote toda al beneplácito de la divina voluntad y
despreciando cuanto te pueda impedir, por más amable
que sea para la voluntad y deseable al apetito. A esto
ayuda el don del entendimiento, que es el segundo,
dando una especial luz para penetrar profundamente el
objeto representado al entendimiento. Con esta
inteligencia has de cooperar y concurrir, divirtiendo y
apartando la atención y discurso de otras noticias
bastardas y peregrinas, que el demonio por sí y por
medio de otras criaturas ofrece para distraer el
entendimiento y que no penetre bien la verdad de las
cosas divinas. Esto le embaraza mucho, porque son
incompatibles estas dos inteligencias y porque la
capacidad humana es corta y partida en muchas cosas
comprende menos y atiende menos a cada una que si
atendiera a sola ella. Y en esto se experimenta la verdad
del Evangelio, que ninguno puede servir a dos señores
(Mt 6, 24). Y cuando atenta toda el alma a la inteligencia
del bien le penetra, es necesaria la fortaleza, que es el
tercer don, para ejecutar con resolución todo lo que el
entendimiento ha conocido por más santo, perfecto y
agradable al Señor. Y las dificultades o impedimentos
que se ofrecieren para hacerlo, se han de vencer con
fortaleza, exponiéndose la criatura a padecer cualquier
trabajo y pena por no privarse del verdadero y sumo Bien que conoce.
72. Mas porque muchas veces sucede que con la
natural ignorancia y dubiedad, junto con la tentación, no
alcanza la criatura las conclusiones o consecuencias de
la verdad divina que ha conocido y con esto se embaraza
para obrar lo mejor entre los arbitrios que ofrece la
prudencia de la carne, sirve para esto el don de ciencia,
que es el cuarto, y da luz para inferir unas cosas buenas
de otras y enseña lo más cierto y seguro y a declararse
en ello, si fuere menester. A éste se llega el don de la
piedad, que es el quinto, e inclina al alma con fuerte
suavidad a todo lo que verdaderamente es agrado y
servicio del Señor y beneficio espiritual de la criatura, a
que lo ejecute no con alguna pasión natural, sino con
motivo santo, perfecto y virtuoso. Y para que en todo se
gobierne con alta prudencia sirve el sexto don, de
consejo, que encamina la razón para obrar con acierto y
sin temeridad, pesando los medios y conciliando para sí y
para otros con discreción, para elegir los medios más
proporcionados a los fines honestos y santos. A todos
estos dones se sigue el último, del temor, que los guarda
y sella todos. Este don inclina al corazón para que huya y
se recate de todo lo imperfecto, peligroso y disonante a
las virtudes y perfección del alma, y así le viene a servir
de muro que la defiende. Pero es necesario entender la
materia y modo de este temor santo, para que no exceda
en él la criatura ni tema donde no hay que temer, como a
ti tantas veces te ha sucedido por la astucia de la
serpiente, que a vuelta del temor santo te ha procurado
introducir el temor desordenado de los mismos beneficios
del Señor. Pero con esta doctrina quedarás advertida
cómo has de practicar los dones del Altísimo y avenirte
con ellos. Y te advierto y amonesto que la ciencia de
temer es propio efecto de los favores que Dios comunica
y le da al alma, y con suavidad y dulzura, paz y
tranquilidad, para que sepa estimar y apreciar el don, porque ninguno hay pequeño de la mano del Altísimo, y
porque el temor no impida a conocer bien el favor de su
poderosa mano y para que este temor la encamine a
agradecerle con todas sus fuerzas y humillarse hasta el
polvo. Conociendo tú estas verdades sin engañó y
quitando la cobardía del temor servil, quedará el filial y
con él como norte navegarás segura en este valle de
lágrimas.
MISTICA CIUDAD DE DIOS
VIDA DE LA VIRGEN MARÍA
Venerable María de Jesús de Agreda
Libro VII, Cap. 5