Mis queridísimos hermanos:
Antes de dirigirles algunas palabras de exhortación, quisiera primero disipar algunos malentendidos. Y, por empezar, respecto de esta misma reunión.
Podrán ver por la simplicidad de esta ceremonia que no habíamos preparado una ceremonia para que reuniera a una multitud como la que se encuentra en esta sala. Habíamos pensado celebrar la santa misa el 29 de agosto como estaba convenido, en medio de algunos centenares de fieles de la región de Lille, como lo hago frecuentemente en Francia, en Europa y hasta en América, sin grandes anuncios.
Y he aquí que de golpe, esta fecha del 29 de agosto se ha convertido, por la prensa, por la radio, por la televisión, como en una especie de manifestación que se parecería dicen, a un desafío. Y bien no, esta manifestación no es un desafío. Esta manifestación son ustedes los que la han querido, queridos fieles, queridos fieles que han venido aquí desde lejos. ¿Por qué? Para manifestar su fe católica. Para manifestar su creencia. Para manifestar su deseo de rezar y de santificarse como lo hicieron sus padres en la fe, como lo hicieron generaciones y generaciones antes que ustedes. Ése es el verdadero objeto de esta ceremonia, durante la cual deseamos rezar, rezar con todo nuestro corazón, adorar a Nuestro Señor Jesucristo que descenderá dentro de unos instantes sobre este altar y que renovará el sacrificio de la Cruz del que tanta necesidad tenemos.
Quisiera igualmente disipar otro malentendido. Y aquí me excuso, pero me veo obligado a decirlo: no soy yo quien me he llamado el jefe de los tradicionalistas. Ustedes saben quién lo ha hecho hace poco tiempo en circunstancias del todo solemnes y memorables en Roma. Se ha dicho que monseñor Lefebvre era el jefe de los tradicionalistas. No quiero ser el jefe de los tradicionalistas y no lo soy. ¿Por qué? Porque soy yo también un simple católico. Por cierto sacerdote, por cierto obispo, pero estoy en las mismas condiciones en las cuales se encuentran ustedes, y tengo las mismas reacciones ante la destrucción de la Iglesia, ante la destrucción de nuestra fe, ante las ruinas que se acumulan ante nuestros ojos.
Habiendo tenido la misma reacción he pensado que era mi deber formar sacerdotes, formar verdaderos sacerdotes que la Iglesia necesita. A estos sacerdotes los he formado en una "sociedad San Pío X" que ha sido reconocida por la Iglesia. Y yo sólo hacía lo que todos los obispos hicieron durante siglos y siglos, no he hecho otra cosa, y lo que hice durante treinta años de mi vida sacerdotal. Lo que me valió ser obispo, lo que me valió ser delegado apostólico en Africa, lo que me valió ser miembro de la comisión central preconciliar, lo que me valió ser asistente del trono pontificio. ¿Qué podía desear como prueba de que Roma estimaba que mi trabajo era un trabajo que era provechoso para la Iglesia y para el bien de las almas? Y ahora que hago lo mismo, una obra del todo semejante a la que realicé durante treinta años, y he aquí que de golpe soy suspendido a divinis, quizás pronto excomulgado, separado de la Iglesia, renegado, ¿qué sé yo? ¿Es esto posible? ¿Entonces lo que hice durante treinta años era susceptible también de una suspensión a divinis?
Pienso, por el contrario, que si en aquel momento hubiera formado a seminaristas como los forman ahora en los nuevos seminarios, habría sido excomulgado. Si en aquel momento hubiera enseñado el catecismo que se enseña en las escuelas, me habrían dicho hereje. Y si hubiera dicho la santa misa como se la dice ahora, me habrían calificado como sospechoso de herejía, me habrían ubicado también fuera de la Iglesia. Entonces, ya no comprendo nada. Precisamente algo ha cambiado en la Iglesia, y es a esto a lo que quiero llegar.
Agrego un pequeño paréntesis para el querido monseñor Ducaud-Bourget, que está aquí presente. Me ha rogado, y lo comprendo muy bien, que dijera que era absolutamente falso que haya sido, él, suspendido a divinis y que haya sido borrado de la Orden de Malta. Así pues, la prensa inventa muchas cosas que no corresponden para nada a la realidad. Como también dijeron que yo iba a ir a la asamblea de los obispos de Lourdes, cuando nunca tuve intenciones de ir.
Pero debemos justamente volver a las razones que nos hacen tomar tal actitud. ¡Ah! actitud extremadamente grave, lo reconozco; oponerse a las más altas autoridades de la Iglesia, ser suspendido a divinis, para un obispo es una cosa grave, una cosa muy penosa. Cómo se puede soportar semejante cosa, si no es por razones excesivamente graves. Y sí, las razones de nuestra actitud y de la actitud de ustedes son razones graves: es la defensa de nuestra fe, la defensa de la fe de ustedes. ¿Pero acaso las autoridades que están en Roma pondrían en peligro nuestra fe? No juzgo a esas autoridades. Diría que no quiero juzgarlas personalmente. Quisiera juzgarlas como el Santo Oficio antaño juzgaba un libro, y lo ponía en el Index. Roma estudiaba el libro, no tenía necesidad de conocer a la persona que había escrito ese libro. Le bastaba estudiar lo que había en las afirmaciones que estaban escritas. Y si esas afirmaciones eran contrarias a la doctrina de la Iglesia, ese libro era condenado y puesto en el Index, sin tener necesidad de interpelar a la persona. Se dijo precisamente en el concilio, algunos obispos se levantaron en contra de este procedimiento diciendo: "Es inadmisible que se ponga a un libro en el Index cuando ni siquiera se ha escuchado a quien lo escribió". Pero no es necesario ver a alguien que ha escrito un libro, con tal de que se tenga en la mano el texto de cosas que son absolutamente contrarias a la doctrina de la Iglesia. Es el libro el que es condenado porque sus palabras son contrarias a la doctrina católica. Es pues de esta manera que debemos juzgar las cosas. Debemos juzgarlas por los hechos, como muy bien lo dijo Nuestro Señor en el Evangelio que leíamos hace muy poco aún, y a propósito precisamente de esos lobos que están cubiertos de pieles de ovejas, decía: "Reconoceremos al árbol por sus frutos". Bueno, los frutos están ante nosotros. Los frutos son evidentes. Están claros ante nuestros ojos. Esos frutos que vienen del Concilio Vaticano II y de las reformas posconciliares son frutos amargos. Frutos que destruyen a la Iglesia. Y cuando me dicen: "No toque al concilio ni a las reformas posconciliares", entonces yo contesto, como lo dicen los que hacen las reformas: "No soy yo quien hizo estas reformas". Los que hacen esas reformas nos dicen: "Las hacemos en nombre del concilio. Hemos hecho la reforma litúrgica en nombre del concilio. Hemos hecho la reforma de los catecismos en nombre del concilio. Hemos hecho todas las reformas en nombre del concilio". Ahora bien, ellos son las autoridades de la Iglesia. Son ellos los que, por consiguiente, interpretan legítimamente el concilio. ¿Qué pasó en ese concilio? Lo podemos saber fácilmente leyendo los libros de quienes fueron los instrumentos de ese cambio en la Iglesia, que se ha operado ante nuestros ojos. Lean por ejemplo El ecumenismo visto por un francmasón, de Marsaudon; lean el libro del senador del Doubs, el señor Prelot, El catolicismo liberal, escrito en 1969, y él les dirá lo que es el concilio, él, un católico liberal. Lo dice en las primeras páginas de su libro: "Hemos luchado durante un siglo y medio para hacer prevalecer nuestras opiniones en el interior de la Iglesia y no hemos tenido éxito. Al fin vino el Vaticano II y triunfamos. En lo sucesivo las tesis y los principios del catolicismo liberal están definitivamente aceptados y oficialmente por la santa Iglesia". ¿A ustedes les parece que esto no es un testimonio? No soy yo quien dice esto, es él quien lo dice, triunfante, él lo dice felicitándose.
Nosotros lo decimos llorando. Porque ¿qué quisieron los católicos liberales durante un siglo y medio? Casar la Iglesia con la Revolución. Casar la Iglesia con la subversión. Casar la Iglesia con las fuerzas destructoras de la sociedad, de toda sociedad, desde la sociedad familiar y la sociedad civil, hasta la sociedad religiosa. Y este casamiento de la Iglesia está inscrito en el concilio: tomen el esquema Gaudium et Spes y encontrarán allí: hay que casar los principios de la Iglesia con las concepciones del hombre moderno. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que hay que casar a la Iglesia, la Iglesia católica, la Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo con principios que son contrarios a esta Iglesia, que la minan, que siempre han estado contra la Iglesia. Y es precisamente este casamiento el que fue intentado en el concilio por hombres de Iglesia. Y no por la Iglesia. Porque jamás la Iglesia puede admitir una cosa así. Durante un siglo y medio precisamente todos los soberanos pontífices condenaron ese catolicismo liberal, rechazaron ese casamiento con las ideas de la Revolución, con las ideas de aquéllos que adoraron a la diosa razón. Los papas jamás pudieron aceptar cosa semejante. Y en nombre de esta Revolución algunos sacerdotes subieron al cadalso, algunas religiosas igualmente fueron perseguidas y asesinadas. Recuerden los pontones de Nantes, donde eran amontonados todos los sacerdotes fieles y eran hundidos mar adentro. Eso es lo que hizo la Revolución. Bueno, yo les digo, mis queridísimos hermanos, lo que hizo la Revolución no es nada al lado de lo que ha hecho el Vaticano II. Nada. Más hubiera valido que los treinta y cuarenta y cincuenta mil sacerdotes que abandonaron la sotana, que abandonaron su juramento hecho ante Dios, sean martirizados y vayan al cadalso; habrían por lo menos ganado su alma. Y ahora corren el riesgo de perderla. Nos dicen que de entre esos pobres sacerdotes casados muchos ya están divorciados, muchos han pedido la anulación del matrimonio a Roma. ¿Qué significan estas cosas? ¿Cuántas religiosas? Veinte mil religiosas en los Estados Unidos que han abandonado su religión, que han abandonado su congregación religiosa y su juramento (que habían hecho a perpetuidad), roto ese vínculo que tenían con Nuestro Señor Jesucristo para correr también al casamiento. Más les hubiera valido igualmente subir al cadalso. Por lo menos habrían dado testimonio de su fe. En definitiva, cuando un enemigo hace mártires de la Iglesia, hace lo que ya decía el adagio en los primeros siglos: sanguis martyrum semen christianorum —la sangre de los mártires es una semilla de cristianos. Y esto lo saben muy bien los que persiguen a los cristianos. Tienen miedo de hacer mártires porque saben que la sangre dé los mártires es una semilla de cristianos. Ya no se quieren hacer más mártires y es la victoria máxima del demonio la de destruir a la Iglesia por la obediencia.
Destruir a la Iglesia por la obediencia. Vemos que sé la destruye todos los días ante nuestros ojos; los seminarios vacíos, ese bello seminario de Lille que estaba lleno de seminaristas. ¿Dónde están los seminaristas? ¿Quiénes son aún estos seminaristas? ¿Saben que van a ser sacerdotes? ¿Saben lo que van a hacer cuando sean sacerdotes? Ah, es precisa-mente porque esta unión querida por esos católicos liberales, querida entre la Iglesia v la Revolución y la subversión, es una unión adúltera de la Iglesia, adúltera. Y de esta unión adúltera sólo rueden salir bastardos. ¿Y quienes son esos bastardos? Son nuestros ritos, el rito de la misa es un rito bastardo, los sacramentos son sacramentos bastardos, ya no sabemos si son sacramentos que dan la gracia o que no la dan. Ya no sabemos si esta misa da el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo o si no los da. Los sacerdotes que salen de los seminarios ya no saben ellos mismos lo que son. En Roma el cardenal Cincinatti decía: "Por qué no hay más vocaciones? Porque la Iglesia, ya no sabe lo que es un sacerdote". Entonces ¿cómo puede seguir formando sacerdotes si ya no sabe lo que es un sacerdote? Los sacerdotes que salen de los seminarios son sacerdotes bastardos. Ya no saben lo que son. No saben que están hechos para subir al altar para ofrecer el sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo y para dar a Jesucristo a las almas y llamar a las almas a Jesucristo. Eso es lo que es un sacerdote. Y nuestros jóvenes que están aquí lo comprenden muy bien. Toda su vida va a ser consagrada a eso, a amar, a adorar, a servir a Nuestro Señor Jesucristo en la santa Eucaristía, porque creen en ella, en la presencia de Nuestro Señor en la santa Eucaristía. Y esta unión adúltera de la Iglesia y de la Revolución se concretiza por el diálogo. La Iglesia, si ha dialogado, es para convertir. Nuestro Señor dijo: "Id, enseñad a todas las naciones, convertidlas". Pero no dijo dialoguen con ellas para no convertirlas, para tratar de ponernos en un pie de igualdad con ellas.
El error y la verdad no son compatibles. Se debe examinar si se tiene caridad hacia los otros, como acaba de decirlo el Evangelio: el que tiene caridad es el que sirve a los demás. Pues bien, los que tienen caridad deben dar a Nuestro Señor, deben dar la riqueza que tienen a los demás, y no conversar con ellos, dialogar en un pie de igualdad. La verdad y el error no están en un pie de igualdad. Sería poner a Dios y al diablo al mismo nivel, puesto que el diablo es el padre de la mentira, el padre del error.
Debemos por lo tanto ser misioneros.
Debemos predicar el Evangelio, convertir a las almas a Jesucristo y no dialogar con ellas tratando de tomar sus principios. Esto es lo que nos ha hecho esa misa bastarda, esos ritos bastardos. Porque se quiso dialogar con los protestantes y los protestantes nos dijeron: "Nosotros no queremos la misa de ustedes, no la queremos porque entraña cosas que son incompatibles con nuestra fe protestante. Entonces, cambien esa misa y podremos rezar con ustedes. Podremos hacer intercomuniones. Podremos recibir sus sacramentos, ustedes podrán venir a nuestras iglesias, nosotros iremos a las de ustedes y todo terminará y tendremos la unidad". Tendremos la unidad en la confusión, en la bastardía. Nosotros no queremos eso. La Iglesia no lo quiso nunca. Amamos a los protestantes, quisiéramos convertirlos. Pero no es amarlos el hacerles creer que tienen la misma religión que la religión católica. Lo mismo pasa con los masones. Ahora se quiere dialogar con los masones. No solamente dialogar con ellos, sino permitir a los católicos formar parte de la masonería. Pero esto es una vez más un diálogo abominable. Sabemos perfectamente que esas personas que dirigen la masonería, al menos los responsables, están radicalmente en contra de Nuestro Señor Jesucristo. Y esas misas negras que realizan, esas misas abominables, sacrílegas, horribles que realizan, son parodias de la Misa de Nuestro Señor y ellos quieren hostias consagradas para realizar esas misas negras. Saben que Nuestro Señor Jesucristo está en la Eucaristía, porque el diablo sabe que Nuestro Señor Jesucristo está en la Eucaristía. No quieren hostias provenientes de misas de las que no saben si el Cuerpo de Nuestro Señor está ahí o no. Y entonces ¿dialogar con gentes que quieren la muerte de nuestro Señor Jesucristo por segunda vez, en la persona de sus miembros, en la persona de la Iglesia? No podemos admitir semejante diálogo. Ya sabemos lo que costó el primer diálogo de Eva con el diablo. Ella nos perdió, nos puso a todos en estado de pecado. Porque dialogó con el diablo. No se dialoga con el diablo. Y se predica a los que están bajo la influencia del diablo para que se conviertan, para que vengan a Nuestro Señor Jesucristo. No se dialoga con los comunistas. Se dialoga con las personas, pero no se dialoga con el error.
Pero precisamente ¿por qué de una manera en verdad firme y resuelta no queremos aceptar esta unión adúltera de la Iglesia con la Revolución? Porque nosotros afirmamos la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Por qué Pedro fue hecho Pedro? Recuerden el Evangelio. Pedro se convirtió en Pedro porque confesó la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Y todos los apóstoles profesaron también esta fe públicamente, después de Pentecostés. E inmediatamente se los persiguió. Los príncipes de los sacerdotes les dijeron: "No nos hablen más de ese hombre, no podemos ya escuchar ese nombre de Nuestro Señor Jesucristo". Y los apóstoles dijeron: non possumus —no podemos no hablar de Nuestro Señor Jesucristo y de nuestro Rey.
Pero ustedes me dirán: "¿Es posible? ¿Usted parece acusar a Roma de no creer en la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo?" El liberalismo tiene siempre dos caras: afirma la verdad, que pretende es "la tesis", y luego en la realidad, en la práctica, en "la hipótesis", como él dice, actúa como los enemigos, con los principios de los enemigos de la Iglesia. De tal manera que siempre se está en la incoherencia. Y bien, ¿qué quiere decir la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo? Que Nuestro Señor es la única persona en el mundo, el único ser humano en el mundo que pudo decir: "Yo soy Dios". Y por el hecho mismo que pudo decir "Yo soy Dios", era el único Salvador de la humanidad, era el único Sacerdote de la humanidad, y era el único Rey de la humanidad. Por su naturaleza, no por privilegio, no por título, por su propia naturaleza, porque era Hijo de Dios. Ahora bien, hoy se dice: "No solamente hay salvación en Jesucristo, hay salvación fuera de Nuestro Señor Jesucristo. No hay solamente el sacerdocio en Nuestro Señor Jesucristo, todos los fieles son sacerdotes, todo el mundo es sacerdote". Cuando hay que participar sacramentalmente en el sacerdocio de Nuestro Señor Jesucristo para poder ofrecer el sacrificio de la Misa; segundo error. Finalmente, ya no se quiere el reinado social de Nuestro Señor Jesucristo. Bajo el pretexto de que no es posible. Esto lo he escuchado de la boca del nuncio de Berna; lo he escuchado de la boca del enviado del Vaticano, de la boca del padre Dhanis, ex rector de la Universidad Gregoriana, quien vino a pedirme en nombre de la Santa Sede que no hiciera las ordenaciones del 29 de junio. El estaba el 27 de junio en Flavigny cuando yo predicaba el retiro a los seminaristas. Y cuando me dijo: "¿Por qué está usted contra el Concilio?" — "Pero en fin, ¿es posible aceptar el Concilio, cuando en nombre del Concilio usted dice que hay que destruir todos los Estados católicos, que ya no tiene que haber más Estados católicos, por ende ya no más Estados en los cuales reine Nuestro Señor Jesucristo? ¿Ya no es posible? Una cosa es que ya no sea posible, otra cosa que tomemos eso como principio y que por consiguiente ya no busquemos más el reinado de Nuestro Señor Jesucristo".
¿Y qué es lo que decimos todos los días en nuestro "Padrenuestro"? Venga a nos el tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. ¿Qué es ese reino? Hace un momento han cantado en el Gloria "Tu solus Dominus, Tu solus altissimus Jesu Christe" —Tú eres el único Altísimo, Tú eres el único Señor. Lo cantaríamos y en cuanto hubiéramos salido, diríamos: ";Ah, no! ya no es necesario que Nuestro Señor Jesucristo reine sobre nosotros". Pero, ¿es que vivimos en el ilogismo? ¿Somos cristianos o no? ¿Somos católicos o no?
No habrá paz en esta tierra si no es en el reinado de Nuestro Señor Jesucristo. Los Estados se desesperan, todos los días hay páginas y páginas en los diarios, en la televisión, en la radio, otra vez ahora con el cambio del primer ministro: ¿Qué vamos a hacer para que se arregle la situación económica? ¿Qué vamos a hacer para que vuelva. el dinero? ¿Qué vamos a hacer para que las industrias prosperen?, etcétera. Todos los diarios están llenos de esto en el mundo entero. Pues bien, incluso desde el punto de vista económico, es preciso que Nuestro Señor Jesucristo reine. Porque el reinado de Nuestro Señor Jesucristo, es el reinado de sus principios de amor, justamente, de los mandamientos de Dios, que ponen equilibrio en la sociedad, que hacen reinar la justicia y la paz en la sociedad; solamente dentro del orden, de la justicia, de la paz de la sociedad, la economía puede reinar, la economía puede volver a florecer. Se lo ve muy bien. Tomen la imagen de la República Argentina. ¿En qué estado estaba hace sólo dos o tres meses? Una anarquía completa, los bandidos matando a derecha y a izquierda, las industrias completamente arruinadas, los patrones de las fábricas raptados y tomados como rehenes, ¿qué sé yo? Una revolución inverosímil. En un país sin embargo tan hermoso, tan equilibrado, tan simpático como la República Argentina. Una República que podría ser de una prosperidad increíble, con riquezas extraordinarias. Hay un gobierno que tiene principios, que tiene autoridad, que pone un poco de orden en los asuntos, que impide que los bandidos maten a los demás, y entonces la economía vuelve, los obreros tienen trabajo, y pueden volver a sus casas sabiendo que no van a ser matados por alguien que quisiera hacerlos hacer huelga cuando no desean hacer huelga. He ahí el reinado de Nuestro Señor Jesucristo que queremos y que profesamos en nuestra fe diciendo que Nuestro Señor Jesucristo es Dios.
Es por esto que también queremos la Misa de San Pío V. ¿Por qué? Porque esta Misa es la proclamación de la realeza de Nuestro Señor Jesucristo. La nueva misa es una especie de misa híbrida, que ya no es jerárquica, que es democrática, en la que la asamblea ocupa más lugar que el sacerdote, por lo que ya no es una misa verdadera que afirme la realeza de Nuestro Señor Jesucristo.
Porque ¿cómo se hizo también rey Nuestro Señor Jesucristo? Afirmó su realeza por su cruz: regnavít a ligno Deus. Jesucristo reinó por el madero de la cruz. Porque venció al pecado, venció al demonio, venció a la muerte por su cruz. Son pues tres victorias magníficas de Nuestro Señor Jesucristo. Ahora bien, nos dirán que eso es "triunfalismo" de Nuestro Señor Jesucristo. Y es por eso que nuestros antepasados construyeron esas magníficas catedrales. ¿Para qué haber gastado tanto dinero, gentes que eran mucho más pobres que nosotros, para qué haber gastado tanto tiempo para hacer esas magníficas catedrales que todavía admiramos hoy, incluso los que no creen? ¿Por qué? A causa del altar. A causa de Nuestro Señor Jesucristo. Para marcar el triunfo de la cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Y bien, sí, queremos profesar el triunfo de la cruz de Nuestro Señor Jesucristo en nuestra Misa y es por ello que nos arrodillamos. Nos gusta arrodillarnos ante la santa Eucaristía. Si hubiéramos tenido tiempo, pero no quiero retenerlos demasiado, hubiéramos circulado con el Santísimo Sacramento entre las filas para que ustedes manifestaran a Nuestro Señor Jesucristo, a su santa Eucaristía, que lo adoran. Señor, tú eres nuestro Dios; oh Jesucristo, te adoramos. Sabemos que es por ti que hemos nacido, es por ti que hemos sido cristianos, es por ti que fuimos redimidos, eres tú quien nos juzgará en la hora de nuestra muerte, eres tú quien nos dará la gloria en el cielo si la hemos merecido. Nuestro Señor está presente, como lo estaba en la cruz, en la santa Eucaristía. Eso es lo que debemos hacer, eso es lo que debemos pedir.
No estamos contra nadie.
No somos comandos, no le deseamos mal a nadie.
Queremos solamente que nos dejen profesar nuestra fe en Nuestro Señor Jesucristo.
Entonces nos echan de nuestras iglesias, a causa de ello, echan a los pobres sacerdotes, porque dicen la antigua Misa por la cual fueron santificados todos nuestros santos y nuestras santas: santa Juana de Arco, el santo cura de Ars, Teresita del Niño Jesús fueron santificados por esta Misa y ahora algunos sacerdotes son expulsados brutalmente, cruelmente de su parroquia porque dicen esta Misa que ha santificado a los santos durante siglos. ¡Es absurdo! ¡Casi diría que es una historia de locos! Nos preguntamos si no estamos soñando. No es posible que esta Misa se haya convertido en una especie de horror para nuestros obispos y para quienes debieran conservar nuestra fe. ¡Y bueno! Conservaremos la Misa de San Pío V porque la Misa de san Pio V es la Misa de veinte siglos. Es la Misa de siempre, no es solamente la Misa de san Pío V, y representa nuestra fe, es un escudo para nuestra fe. Y necesitamos ese escudo para nuestra fe.
Entonces nos dirán que nosotros hacemos una cuestión del latín y de la sotana. Evidentemente, es fácil desacreditar a aquéllos con quienes no se esta de acuerdo, de esta manera. Por cierto, el latín tiene su importancia y cuando yo estaba en Africa era magnífico ver a esas multitudes africanas que tenían una lengua diferente —teníamos a veces cinco o seis tribus diferentes que no se entendían entre sí— que podían asistir a misa en nuestras iglesias y cantar cánticos en latín con un fervor extraordinario, extraordinario. Vayan a ver ahora: se pelean en las iglesias porque dicen la misa en una lengua que no es la de ellos; entonces no están contentos, piden que haya una misa en su lengua. Es la confusión total. Mientras que antes esa unidad era perfecta. Es un ejemplo. Sin duda —ustedes habrán visto que hemos leído en francés la epístola y el evangelio, no vemos absolutamente ningún inconveniente en ello; e incluso si se agregaran además algunas oraciones en francés, oraciones comunes en francés, no veríamos ningún inconveniente. Pero nos parece que sin embargo el cuerpo de la misa, lo esencial de la misa, que va del ofertorio a la comunión del sacerdote, debería seguir siendo en una lengua única a fin de que todos los hombres de todas las naciones puedan asistir a la misa juntos y sentirse unidos en esta unidad de la fe, en esta unidad de la oración. Por ello pedimos, verdaderamente hacemos un llamado a los obispos y hacemos un llamado a Roma: que tengan a bien tomar en consideración el deseo que tenemos de rezar como nuestros antepasados, el deseo que tenemos de conservar la fe católica, el deseo que tenemos de adorar a Nuestro Señor Jesucristo, de querer su reinado. Esto es lo que le dije al Santo Padre en mi última carta —y creía realmente que era la última porque no creía que el Santo Padre me dirigiría otras cartas—, le dije:
Muy Santo Padre: devolvednos el derecho público de la Iglesia, es decir, el reinado de Nuestro Señor Jesucristo; devolvednos la verdadera Biblia y no una biblia ecuménica, sino la verdadera Biblia tal como era antaño la Vulgata que fue tantas y tantas veces consagrada por los concilios y los papas. Devolvednos la verdadera Misa, una Misa jerárquica, una Misa dogmática que defienda nuestra fe y que era la de tantos y tantos siglos y que ha santificado a tantos católicos. Y finalmente devolvednos nuestro catecismo según el modelo del catecismo del concilio de Trento. Porque sin un catecismo preciso, sin una fe precisa, ¿qué serán nuestros niños mañana, qué serán las futuras generaciones?: ya no conocerán más la fe católica y eso ya lo comprobamos hoy en día. Ay, no recibí ninguna respuesta, nada más que la suspensión a divinis. Y es por ello que no considero estas penas como penas válidas. Tanto canónica como teológicamente, pienso con toda sinceridad, con toda paz, con toda serenidad, que no puedo contribuir por esas suspensiones, por esas penas que me son aplicadas y por el cierre de mis seminarios, por la negativa a hacer ordenaciones, no quiero contribuir a la destrucción de la Iglesia católica.
Quiero que en la hora de mi muerte cuando Nuestro Señor me preguntará: "¿Qué hiciste de tu episcopado, qué hiciste de tu gracia episcopal y sacerdotal?", que no pueda escuchar de la boca del Señor: "Contribuiste a destruir la Iglesia con los demás".
Mis queridísimos hermanos, acabo y término dirigiéndome a ustedes, diciéndoles: ¿Qué tienen que hacer? Ah, lo sé muy bien, muchos grupos nos piden: "Monseñor, denos sacerdotes, denos sacerdotes, denos verdaderos sacerdotes. Eso es lo que necesitamos.
Tenemos lugar para ponerlo, construiremos una capillita, estará ahí en nuestra casa, instruirá a nuestros hijos: el verdadero catecismo, la verdadera fe. Queremos conservar la fe, como hicieron los japoneses durante tres siglos cuando no tenían sacerdotes. ¡Denos sacerdotes!". Y bien, mis queridísimos hermanos, hago todo lo posible para preparárselos y puedo decir que es mi gran consuelo sentir en estos seminaristas una fe profunda de verdaderos sacerdotes. Ellos han comprendido lo que es Nuestro Señor Jesucristo. Han comprendido lo que es el santo sacrificio de la Misa, los Sacramentos. Tienen una profunda fe arraigada en su corazón. Son, diría yo, mejor de lo que podíamos ser nosotros hace cincuenta años en nuestros seminarios, porque viven en una situación difícil. Por otra parte, muchos de ellos han hecho estudios universitarios. ¡Cuando nos objetan que esos jóvenes no están adaptados y no sabrán hablar a las generaciones modernas! Estos muchachos que han hecho tres, cinco, siete años de universidad, ¿no conocen a su generación? ¿Por qué han venido a Ecóne para hacerse sacerdotes? Es precisamente para dirigirse a su generación. La conocen bien, mucho mejor que nosotros, mucho mejor que todos los que nos critican. Entonces serán muy capaces de hablar el lenguaje necesario para convertir a las almas. Y es por eso que me siento muy feliz de poder decirles: otra vez tendremos veinticinco nuevos miembros este año en el seminario de Ecóne, a pesar de las dificultades; tendremos diez nuevos en nuestro seminario de los Estados Unidos en Armada; y cuatro nuevos en nuestro seminario de habla alemán en Suiza alemana. Por consiguiente los jóvenes, a pesar de las dificultades que se nos hacen, comprenden muy bien que nosotros formamos verdaderos sacerdotes católicos.
Y es por esto que no estamos en el cisma, somos los continuadores de la Iglesia católica. Los que hacen novedades son los que entran en el cisma. Nosotros continuamos la Tradición. Y es por eso que debemos tener confianza, no debemos desesperarnos, incluso ante la situación actual. Debemos mantener. Mantener nuestra fe, mantener nuestros Sacramentos, apoyados en veinte siglos de Tradición, apoyados en veinte siglos de santidad de la Iglesia, de fe de la Iglesia. No tenemos que temer. Algunos reporteros me han preguntado a veces: "¿Monseñor, se siente usted aislado?". Yo dije: "De ninguna manera, de ninguna manera. No me siento aislado. Estoy con veinte siglos de Iglesia y estoy con todos los santos del cielo y del paraíso". ¿Por qué? Porque ellos rezaron como nosotros, porque se santificaron como nosotros tratamos de hacerlo, con los mismos medios. Estoy persuadido de que se alegran por esta asamblea de hoy. Dicen: por lo menos hay allí unos católicos que rezan, que rezan verdaderamente, que verdaderamente tienen en su corazón el deseo de la oración, de honrar a Nuestro Señor Jesucristo. Los santos del cielo se alegran, los santos ángeles de ustedes se alegran. Entonces no desesperemos, sino que recemos, recemos y santifiquémonos. Ah, hay un consejo que quisiera darles: es preciso que no se pueda decir de nosotros, de estos católicos que somos —no me gusta mucho el término de "católicos tradicionalistas", dado que no veo lo que pueda ser un católico que no es tradicionalista: la Iglesia es una tradición; y por otra parte, ¿qué serían los hombres si no estuvieran dentro de la tradición? ¡Pero si no podríamos vivir! Hemos recibido la vida de nuestros padres, hemos recibido la educación de los que estaban antes de nosotros. Somos una tradición. Dios lo ha querido así. Dios ha querido que las tradiciones vayan pasando de generación en generación tanto para las cosas humanas, para las cosas materiales, como para las cosas divinas. Por consiguiente, no ser tradicional, no ser tradicionalista, es la destrucción de uno mismo, es un suicidio. Entonces, somos católicos, seguimos siendo católicos. Que no existan divisiones entre nosotros. Precisamente si somos católicos, estamos en la unidad de la Iglesia, la unidad de la Iglesia que está en la fe. No hay unidad sino en la fe. Entonces nos dicen: "Ustedes tienen que estar con el Papa, el Papa es el signo de la fe en la Iglesia". ¡Claro! en la medida en que el Papa manifieste su estado de sucesor de Pedro, en la medida en que se hace eco de la fe de siempre, en la medida en que trasmite el tesoro que debe trasmitir. Porque una vez más, ¿qué es un Papa? Es el que nos da los tesoros de la tradición y el tesoro del depósito de la fe, y la vida sobrenatural por los sacramentos y por el sacrificio de la Misa. El obispo no es otra cosa, el sacerdote no es otra cosa: trasmitir la Verdad, trasmitir la Vida que no nos pertenece. La epístola lo decía hace un momento. La Verdad no nos pertenece, no le pertenece más al Papa que a mí. Él es el servidor de la Verdad como yo debo ser el servidor de la Verdad. Y si llegara a suceder que el Papa no fuera ya servidor de la Verdad, ya no sería Papa. No es posible. No digo que lo sea, no me hagan decir lo que no he dicho. Pero digo: si esto llegara a ser verdad, pues bien, no podríamos seguir a alguien que nos arrastra al error. Es evidente. Ahora bien, ¿cuál es el criterio de la Verdad? Me dicen: "Usted juzga al Papa". Monseñor Benelli me enrostró: "¡No es usted quien hace la verdad!" Por supuesto que no soy yo quien hace la verdad, pero el Papa tampoco. La verdad es Nuestro Señor Jesucristo. Por lo tanto tenemos que remitirnos a lo que Nuestro Señor Jesucristo nos ha enseñado, a lo que los apóstoles nos han enseñado, a lo que los Padres de la Iglesia, a lo que toda la Iglesia ha enseñado para saber dónde está la verdad.
No soy yo quien juzga al Santo Padre, es la Tradición.
Un niño de cinco años con su catecismo puede muy bien contestar a su obispo, si su obispo viniera a decirle: "Nuestro Señor no está presente en la Santa Eucaristía". "Yo soy el testigo de la Verdad", diría el obispo. "Yo soy el testigo de la Verdad. Yo te digo que Nuestro Señor no está presente en la santa Eucaristía". Este niño con su catecismo, tiene cinco años, lee y dice: "Pero mi catecismo dice lo contrario". ¿Entonces quién es el que tiene razón? ¿Es el obispo o es el catecismo? ¡Es el catecismo, evidentemente!
Es muy simple. Es infantil como razonamiento. Pero en eso estamos. Si hoy nos dicen que se pueden hacer intercomuniones con protestantes, que ya no existen diferencias entre nosotros y los protestantes, y bueno, no es cierto. Hay una diferencia inmensa.
Es por eso que estamos realmente estupefactos cuando pensamos que se ha hecho bendecir por el arzobispo de Canterbury, que no es sacerdote (porque las ordenaciones anglicanas no son válidas, el papa León XIII lo declaró oficial y definitivamente, porque es hereje, como lo son todos los anglicanos—, lo siento, ya no agrada ese nombre, pero con todo es la realidad; no es para insultarlo, no pido sino su conversión), luego no es sacerdote, es hereje y se le pide que bendiga a la multitud de cardenales y obispos presentes en la iglesia de San Pablo con el Santo Padre. ¡A mí me parece que esto es algo absolutamente inconcebible!
Y concluyo agradeciéndoles que hayan venido tantos y agradeciéndoles también que sigan haciendo de esta ceremonia una ceremonia profundamente piadosa, profundamente católica y rezaremos pues juntos para que Dios nos dé los medios para resolver el problema. Sería tan sencillo si cada obispo en su diócesis pusiera a nuestra disposición, a disposición de los católicos fieles, una iglesia diciéndoles: aquí está la iglesia que es de ustedes. Y aquí, cuando se piensa que el obispo de Lille ha dado una iglesia a los musulmanes, no veo por qué no habría una iglesia para los católicos fieles. Y en definitiva, toda la cuestión estaría resuelta. Eso es lo que le pediré al Santo Padre, si el Santo Padre tiene a bien recibirme: Déjenos hacer Santísimo Padre, la experiencia de la Tradición.
Monseñor Lefebvre
Sermón en Lille, Francia.
29 de agosto de 1976