La persecución religiosa fue una de las características entre quienes decían defender la “legalidad republicana” tras el levantamiento militar del 18 de julio. Desde el principio, el asesinato de religiosos y religiosas fue una constante, incluso antes de que la jerarquía publicase la Carta Colectiva de los obispos el 1 de julio de 1937. Es más, los precedentes habían sido claros desde las primeras matanzas en mayo de 1931 y durante la Revolución de Asturias en 1934.
Entre los miles de católicos, religiosos y seglares, asesinados, se cuentan hasta 13 obispos contra los que los revolucionarios, principalmente pertenecientes al Partido Comunista de España y a las diversas organizaciones anarquistas como la Federación Anarquista Ibérica y la Confederación Nacional de Trabajadores, mostraron su más brutal ensañamiento.
Por orden cronológico, los obispos asesinados por los frentepopulistas fueron:
Eustaquio Nieto Martín, obispo de Sigüenza.
Pese a la insistencia de personas de su entorno, el 18 de julio, una vez producido el pronunciamiento militar, se negó a abandonar la diócesis. Cuando la capital de la provincia, Guadalajara, se pronunció a favor de los sublevados el 21 de julio, Nieto intercedió ante los líderes sublevados para que no se cometieran fusilamientos y logró reducir considerablemente la represión en la provincia. La columna dirigida por el coronel Puigdengolas que tomó Guadalajara el día 22 envió unas secciones al mando del líder de milicias, Cipriano Mera, para tomar Sigüenza, que fue conquistada por los frentepopulistas el día 24. Lo primero que hicieron fue detener al obispo y someterlo a un juicio público, pero los testimonios de los dirigentes izquierdistas locales contando su actuación para salvar vidas en los primeros días del levantamiento llevaron a su absolución y liberación. Sin embargo, el 26 fue secuestrado por orden de Mera para ser asesinado. Cuando lo trasladaban en coche fue arrojado en marcha del vehículo, como sobrevivió le dispararon y quemaron su cuerpo.
Salvio Huix Miralpeix, obispo de Lérida.
Al conocer la noticia del alzamiento se refugió en casa de unos conocidos en Lérida. A los pocos días empezaron a llegarle noticias de la brutal represión a la que estaban sometiendo al clero de su diócesis por lo que decidió entregarse para intentar mediar ante las autoridades revolucionarias. Fue encarcelado inmediatamente en la cárcel provincial donde pasó dos semanas hasta que durante la madrugada del 5 de agosto fue conducido junto a otros veinte presos –en su mayoría religiosos y destacados políticos y empresarios locales- a las inmediaciones del cementerio donde fueron fusilados.
Cruz Laplana Laguna, obispo de Cuenca.
El pronunciamiento del 18 de julio fracasó en Cuenca gracias a la actuación del teniente coronel Francisco García de Ángela quien se comprometió a garantizar la integridad de todos los ciudadanos. Así fue hasta la llegada de milicianos anarquistas de las unidades mandadas por Cipriano Mera que obligaron a Laplana a abandonar su residencia el 28 de julio, siendo trasladado al seminario que había sido convertido en cárcel. Allí permaneció detenido hasta que el 7 de agosto, en compañía de otras 7 personas fue sacado de madrugada para ser fusilado sin que mediara juicio alguno.
Florentino Asensio Barroso, obispo de Barbastro.
Nada más producirse el levantamiento militar, el comité revolucionario local decidió su arresto dentro de la residencia episcopal, pero cuatro días después se decidió su traslado a la cárcel municipal, donde se le interrogó en varias ocasiones y se le intentó obligar a que apostatara. Ante el fracaso se decidió su traslado a una celda aislada donde fue torturado por milicianos que llegaron a realizarle amputaciones, como la de los testículos. En la madrugada del 9 de agosto fue trasladado junto a otros doce detenidos en un camión hasta un paraje cercano a Barbastro, donde fueron fusilados y arrojados a una fosa común en la que ya habían sido enterrados varios de los seminaristas de la localidad.
Miguel Serra Sucarats, obispo de Segorbe.
Tras decretarse su arresto en las dependencias del obispado, el 27 de julio se le trasladó a la cárcel local improvisada en locales del ayuntamiento. Junto a él fueron trasladados el vicario, Blasco Palomar, el hermano del obispo, Carlos Serra, y otros cinco religiosos y seglares vinculados a la sede episcopal. Allí estuvieron hasta la madrugada del 9 de agosto en la que fueron sacados en varios coches con la excusa de trasladarlos a Vall de Uxó, pero en el trascurso del camino pararon y en una zona deshabitada fueron fusilados y sus cuerpos abandonados sin enterrar.
Manuel Basulto Jiménez, obispo de Jaén.
Tras retenérsele durante los primeros días en su domicilio, el 2 de agosto fue detenido, junto a su hermana y su cuñado, y encarcelados en la catedral de Jaén que había sido convertida en cárcel gestionada por el Comité Revolucionario provincial. Allí permanecieron hasta el día 11 de agosto, en que fueron trasladados a la estación de tren para ser llevados en tren a la cárcel de Alcalá de Henares. A estos traslados se les conoce como “los trenes de la muerte”, ya que el tren fue detenido y todos sus ocupantes –casi 200- fueron ametrallados. Entre ellos se encontraba el obispo Basulto que, al igual que el resto de las víctimas fueron saqueados por la turba que se había congregado para ver los asesinatos.
Manuel Borrás Ferré, obispo auxiliar de Tarragona.
Fue detenido junto al cardenal Vidal y Barraquer el día 21 de julio. Se les mantuvo retenidos unos días en el monasterio del Poblet, hasta que el día 24 tras la intermediación del Papa, se consiguió la liberación del cardenal que fue trasladado a Italia. Sin embargo, Borrás no tuvo la misma suerte y quedó detenido en Montblanch hasta que, a mediados de la primera semana de agosto fue llevado ante un tribunal revolucionario en Tarragona que decretó su condena a muerte que fue ejecutada de inmediato. Murió fusilado y su cadáver fue quemado después para dificultar su identificación.
Narciso Esténaga, obispo de Ciudad Real.
La población castellanomanchega vivió una situación peculiar a comienzos de la Guerra Civil. En ella, la numerosa guarnición de la Guardia Civil había pactado con el gobernador civil no sumarse al alzamiento a cambio de que éste frenase los desmanes revolucionarios. Si bien se produjeron fusilamientos y sacas de ciudadanos, al obispo se le respetó durante las primeras semanas. Pero cuando a principios de agosto se trasladó a la Guardia Civil a Madrid para reforzar la defensa de la capital, los milicianos anarquistas y comunistas asaltaron el palacio episcopal obligando a Esténaga a abandonarlo porque había sido incautado para ser la nueva sede del Comité Revolucionario. Se le obligó a trasladarse a la residencia de un vecino, donde permaneció hasta el 22 de agosto. En la madrugada de ese día fueron sacados por la fuerza y trasladados a la localidad de Peralvillo del Monte, donde fueron fusilados y abandonados en una zona próxima al río Guadiana.
Diego Ventaja Milán, obispo de Almería.
El 24 de julio un grupo de milicianos irrumpió en la sede episcopal de Almería con la excusa de registrarla. Se incautaron de numerosa documentación que, supuestamente, relacionaba al obispo con “actividades contrarrevolucionarias”, lo que provocó que fuera detenido y encarcelado primero en el barco prisión Astoy Mendi y después en el acorazado Jaime I, donde coincidió con el obispo de Guadix, Manuel Medina. Ambos fueron sacados el 30 de agosto, trasladados al lugar conocido como el barranco de Vícar y fusilados junto a varios religiosos más.
Manuel Medina Olmos, obispo de Guadix.
Fue detenido en su residencia tras un registro realizado por milicianos y dirigido por el alcalde de Guadix y su hijo que aprovecharon para incautarse de cuanto objeto de valor hubiera en la casa. Fue más un saqueo que un registro. Tras su detención fue obligado a desfilar entre las turbas congregadas en las calles de la localidad para hacerle pasar por una situación de escarnio. Dos días después, el 29 de julio, fue trasladado a Almería donde pasó por hasta cuatro prisiones diferentes hasta que el 30 de agosto fue sacado junto al obispo de Almería y otros 16 religiosos para ser fusilado en el barranco de Vícar.
Manuel Irurita, obispo de Barcelona.
El 21 de julio, mientras que la residencia del obispo era asaltada por una turba dirigida por comunistas y anarquistas, el clérigo se ocultaba en la casa del joyero Antonio Tort cuya casa se había convertido en un piso franco para los religiosos y religiosas perseguidos por los partidarios del Frente Popular durante los primeros días de la Guerra Civil. Allí permaneció hasta el 1 de diciembre de 1936, cuando un grupo de milicianos descubre la protección que daba Tort a los religiosos. Fueron detenidas ocho personas protegidas de la familia de joyeros, además de éstos. El día 3 de diciembre, el obispo fue fusilado en las tapias del cementerio de Moncada. La propaganda republicana extendió durante muchos años la patraña de que Irurita había salvado la vida y había vivido oculto en el Vaticano desde que acabó la Guerra Civil. Esta absurda hipótesis fue desmentida tras los estudios de Jorge López Teulón que tras realizar las pruebas de ADN al cadáver del obispo que se conservaba en España desde su asesinato pudo desmontar el absurdo de la propaganda frentepopulista.
Juan de Dios Ponce y Pozo, obispo de Orihuela.
Varios seglares que trabajaban para el obispado de Orihuela convencieron al obispo Ponce de la necesidad de ocultarse en los primeros días de la Guerra Civil. Consiguió ocultarse, cambiando varias veces de casa hasta que fue descubierto a mediados de octubre de 1936. Fue encarcelado y tras pasar varias semanas en la cárcel, donde fue torturado para intentar conseguir que apostatara. Finalmente, la madrugada del 30 de noviembre de 1936 fue trasladado junto a otros nueve sacerdotes de su diócesis al cementerio de Elche, donde fueron fusilados. Los milicianos impidieron que los cuerpos de los 10 religiosos fueran recogidos hasta una semana después del asesinato para que pudieran ser contemplados “para escarmiento de contrarrevolucionarios”.
Anselmo Polanco, obispo de Teruel.
Tras la rendición del coronel Domingo Rey d’Harcourt el 8 de enero de 1938, el obispo y el militar fueron hechos prisioneros por las tropas republicanas. El Gobierno descartó la propuesta de que fuera enviado a Francia y puesto allí en libertad, realizada por Indalecio Prieto. Tras varias etapas y el paso por Valencia, el religioso y Rey d’Harcourt fueron internados en el “Depósito para prisioneros” de Barcelona. Allí pasaron la guerra hasta que el 23 de enero de 1939, horas antes de que Barcelona fuera tomada por las tropas de Franco, se les acercó a la frontera con Francia obligándoles a acompañar a los milicianos que huían en desbandada hacia el país vecino. Éstos consideraban que con el militar y el religioso tenían dos buenos rehenes con los que negociar en caso de necesidad. El 7 de febrero de 1939 el comandante comunista Pedro Díaz decidió fusilar al grupo de 40 prisioneros que les acompañaban en su huida. Entre ellos se encontraba el obispo Polanco.
Fuente: La Gaceta