Ya decía mi abuela con su estilo palentino que el rencoroso, mejor en un foso. Solamente en ese lugar de aislamiento puede estar, recomiéndose de rabia y sin poder hacer nada contra nadie. También escuché alguna vez de labios de mi maestro de novicios que el rencoroso en invierno, mejor está en el infierno. Viene a ser lo mismo. Ignoro por qué tiene que ser en invierno; quizá tenga que ver con lo frío y sombrío que es este pecado. Por eso decía el Señor que en el infierno será el llanto y el rechinar de dientes. Odio eterno a Dios y todo lo que se le parezca. Rencor eterno.
Feo es el rencor en cualquier persona. Si algo no soporta Dios, es este vicio atroz, que al fin y al cabo cierra las puertas a una actitud de misericordia. Si alguien –supongamos-, se pasara la vida hablando de la misericordia y luego resultara un rencoroso redomado, probablemente habría que concluir que todo en él es falso. Porque si algo destruye la misericordia, es el rencor. Incluso cuando Dios castiga, lo hace por justicia. Nunca por rencor. Pero algunos humanos gozan impartiendo SU propia justicia, mientras hablan de la misericordia divina. Cosas del pecado original, digo yo.
En Navidad se disipan (aunque sea momentáneamente) todos los rencores. Todos se felicitan, todos se tratan con amabilidad. Incluso los no-creyentes -como ahora se suele decir-, actúan con estos sentimientos, por más que sean temporales. En todo caso, se dejan de lado durante estos días las hostilidades. Aunque sea a modo de pequeña tregua navideña, como en las guerras de antaño. Porque ha nacido el Redentor.
Estaba ayer en estos pensamientos en el pequeño rincón del claustro, donde se concentra el único rayo de sol del mediodía, cuando mi querido colega Fray Malaquías me informó del discurso que Francisco había dirigido a la Curia de Roma con motivo de la Navidad. Si no fuera porque ya estoy acostumbrado, me habría producido un chok de esos que dicen ahora. Pero por desgracia, el corazón se va habituando a los malos tiempos. Ha sido un discurso con pasajes en los que el rencor iba y venía, con mensajes mefíticos y una especie de ajuste de cuentas. Como en el viejo Chicago, pero con ametralladoras autoritarias y amenazantes.
A los que no estamos en los intríngulis de la política vaticana y en los altos puestos dirigentes de nuestra Madre la Iglesia, nos extraña que se aprovechen estos momentos navideños para soltar lastre y zahorra sobre los que piensan de modo distinto, pero dentro de la doctrina de siempre; para los que piden una aclaración ante sus legítimas dudas. Estacazo y tentetieso, para los que se limitan a preguntar y solicitar aclaraciones.
Contrasta con el bálsamo acariciante y aterciopelado, compresivo y temperado, que se manifiesta con los que niegan claramente la doctrina. Herejes palmarios y definidos a los que nada se reprocha. Uno de ellos, también ha aprovechado la Navidad para expeler sus excrementos teológicos sobre la Virginidad de María. Aún sigue en su puesto jesuítico, seguro de que nada pasará.
Estamos en Navidad. El Señor ha venido a traer la luz a un mundo en oscuridad. A despejar las dudas y las ambigüedades provocadas por los vándalos hodiernos. A clarificar el ambiente. A sanear lo que está podrido. A librarnos del pecado. Dios sí que responde a nuestras preguntas.
Ya lo dijo el anciano Simeón a Nuestra Señora: Este ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel y para signo de contradicción. Y de otro modo lo dijo también el propio Jesús refiriéndose a Sí mismo: Quien caiga sobre esta piedra se despedazará y al que le caiga encima lo aplastará.
Celebremos la Navidad sin rencores. Basta con que pidamos al Dios-Niño que guarde a Su Iglesia, la libre del error y no la deje caer en manos de sus enemigos.