Prevenidas tenía la Divina sabiduría todas las cosas,
para sacar en limpio del borrón de toda la naturaleza a
la Madre de la gracia. Estaba ya junta y cumplida la
congregación y número de los Patriarcas antiguos y
Profetas y levantados los altos montes sobre quien se
debía edificar esta ciudad mística de Dios (Sal., 86, 1-3).
Habíale señalado con el poder de su diestra
incomparables tesoros de su Divinidad para dotarla y
enriquecerla. Teníale mil Ángeles aprestados para su
guarnición y custodia y que la sirviesen como vasallos
fidelísimos a su Reina y Señora. Preparóle un linaje real y
nobilísimo de quien descendiese; y escogióle padres
santísimos y perfectísimos de quien inmediatamente
naciese, sin haber otros más santos en aquel siglo; que si
los hubiera, y fueran mejores y más idóneos para padres
de la que el mismo Dios elegía por Madre, los escogiera
el Todopoderoso.
Dispúsolos con abundante gracia y bendiciones de
su diestra y los enriqueció con todo género de virtudes y
con iluminación de la Divina ciencia y dones del Espíritu
Santo. Tenían los padres de edad, cuando se casaron,
santa Ana veinte y cuatro años y Joaquín cuarenta y seis.
Pasaron se veinte años después del matrimonio sin tener
hijos y así tenía la madre, al tiempo de la concepción de
la hija, cuarenta y cuatro años, y el padre sesenta y seis.
Y aunque fue por el orden común de las demás
concepciones, pero la virtud del Altísimo le quitó lo
imperfecto y desordenado y le dejó lo necesario y preciso
de la naturaleza, para que se administrase la materia
debida de que se había de formar el cuerpo más
excelente que hubo ni ha de haber en pura criatura.
Puso Dios término a la naturaleza en los padres y
la gracia previno que no hubiese culpa ni imperfección,
pero virtud y merecimiento y toda medida en el modo;
que siendo natural y común, fue gobernado, corregido y
perfeccionado con la fuerza de la divina gracia, para que
ella hiciese su efecto sin estorbo de la naturaleza. Y en la
santísima Ana resplandeció más la virtud de lo alto por la
esterilidad natural que tenía; con lo cual de su parte el
concurso fue milagroso en el modo y en la sustancia más
puro; y sin milagro no podía concebir, porque la
concepción que se hace sin él y por sola natural virtud y
orden, no ha de tener recurso ni dependencia inmediata
de otra causa sobrenatural, más que de sola la de los
padres, que así como concurren naturalmente al efecto
de la propagación, así también administran la materia y
concurso con imperfección y sin medida.
Pero en esta concepción, aunque el padre no era
naturalmente infecundo, por la edad y templanza estaba
ya la naturaleza corregida y casi atenuada; y así fue por
la divina virtud animada y reparada y prevenida, de
suerte que pudo obrar y obró de su parte con toda perfección y tasa de las potencias y proporcionadamente
a la esterilidad de la madre. Y en entrambos concurrieron
la naturaleza y la gracia: aquélla cortés, medida, y sólo
en lo preciso e inexcusable, y ésta superabundante,
poderosa y excesiva, para absorber a la misma
naturaleza no confundiéndola, pero realzándola y mejorándola
con modo milagroso, de suerte que se
conociese cómo la gracia había tomado por su cuenta
esta concepción, sirviéndose de la naturaleza lo que
bastaba para que esta inefable hija tuviese padres
naturales.
Y el modo de reparar la esterilidad de la santísima
madre Ana, no fue restituyéndole el natural
temperamento que le faltaba a la potencia natural para
concebir, para que así restituido concibiese como las
demás mujeres sin diferencia; pero el Señor concurrió
con la potencia estéril con otro modo más milagroso,
para que administrase materia natural de que se formase
el cuerpo. Y así la potencia y la materia fueron naturales;
pero el modo de moverse fue por milagroso concurso de
la virtud divina. Y cesando el milagro de esta admirable
concepción, se quedó la madre en su antigua esterilidad
para no concebir más, por no habérsele quitado ni
añadido nueva calidad al temperamento natural. Este
milagro me parece se entenderá con el que hizo Cristo
Señor nuestro cuando San Pedro anduvo sobre las aguas
(Mt., 14, 29), que para sustentarlo no fue necesario
endurecerlas ni convertirlas en cristal o hielo sobre que
anduviese naturalmente, y pudieran andar otros sin
milagro más del que se hiciera en endurecerlas; pero sin
convertirlas en duro hielo, pudo el Señor hacer que
sustentasen al cuerpo del Apóstol concurriendo con ellas
milagrosamente, de suerte que pasado el milagro se
hallaron las aguas líquidas; y aun lo estaban también
mientras San Pedro corría por ellas, pues comenzó a
64
zozobrar y a anegarse; y sin alterarlas con nueva calidad
se hizo el milagro.
Muy semejante a éste, aunque mucho más
admirable, fue el milagro de concebir Ana, madre de
María Santísima; y así estuvieron en esto sus padres
gobernados con la gracia, tan abstraídos de la
concupiscencia y delectación, que le faltó aquí a la culpa
original el accidente imperfecto que de ordinario
acompaña a la materia o instrumento con que se
comunica. Quedó sólo la materia desnuda de
imperfección, siendo la acción meritoria. Y así por esta
parte pudo muy bien no resultar el pecado en esta
concepción, teniéndolo por otra la Divina Providencia así
determinado. Y este milagro reservó el Altísimo para sola
aquella que había de ser su Madre dignamente; porque
siendo conveniente que en lo sustancial de su concepción
fuese engendrada por el orden que los demás hijos de
Adán, fue también convenientísimo y debido que,
salvando la naturaleza, concurriese con ella la gracia en
toda su virtud y poder; señalándose y obrando en ella
sobre todos los hijos de Adán, y sobre el mismo Adán y
Eva, que dieron principio a la corrupción de la naturaleza
y su desordenada concupiscencia.
En esta formación del cuerpo purísimo de María
anduvo tan vigilante —a nuestro modo de entender— la
sabiduría y poder del Altísimo, que le compuso con gran
peso y medida en la cantidad y calidades de los cuatro
humores naturales, sanguíneo, melancólico, flemático y
colérico; para que con la proporción perfectísima de esta
mezcla y compostura ayudase sin impedimento las
operaciones del alma tan santa como le había de animar
y dar vida. Y este milagroso temperamento fue después
como principio y causa en su género para la serenidad y
paz que conservaron las potencias de la Reina del Cielo
toda su vida, sin que alguno de estos humores le hiciese guerra ni contradicción, ni predominase a los otros, antes
bien se ayudaban y servían recíprocamente para
conservarse en aquella bien ordenada fábrica sin
corrupción ni putrefacción; porque jamás la padeció el
cuerpo de María Santísima ni le faltó ni le sobró cosa
alguna, pero todas las calidades y cantidad tuvo siempre
ajustadas en proporción, sin más ni menos sequedad o
humedad de la necesaria para la conservación, ni más
calor de lo que bastaba para la defensa y decocción, ni
más frialdad de la que se pedía para refrigerar y ventilarse
los demás humores.
Y no porque en todo era este cuerpo de tan
admirable compostura dejó de sentir la contrariedad de
las inclemencias del calor, frío y las demás influencias de
los astros, antes bien cuanto era más medido y perfecto
tanto le ofendía más cualquier extremo por la parte que
tiene menos del otro contrario con que defenderse;
aunque en tan atemperada complexión los contrarios
hallaban menos que alterar y en que obrar, pero por la
delicadeza era lo poco más sensible que en otros cuerpos
lo mucho. No era aquel milagroso cuerpo que se formaba
en el vientre de Santa Ana capaz de dones espirituales
antes de tener alma, mas éralo de los dones naturales; y
éstos le fueron concedidos por orden y virtud
sobrenatural con tales condiciones como convenían para
el fin de la gracia singular a que se ordenaba aquella
formación sobre todo orden de naturaleza y gracia. Y así
le fue dada una complexión y potencias tan excelentes,
que no podía llegar a formar otras semejantes toda la
naturaleza por sí sola.
Y como a nuestros primeros padres Adán y Eva los
formó la mano del Señor con aquellas condiciones que
convenían para la justicia original y estado de la
inocencia, y en este grado salieron aún más mejorados
que sus descendientes si los tuvieran —porque las obras del Señor sólo son más perfectas—, a este modo obró su
omnipotencia, aunque en más superior y excelente modo,
en la formación del cuerpo virginal de María Santísima; y
tanto con mayor providencia y abundante gracia, cuanto
excedía esta criatura no sólo a los primeros padres que
habían de pecar luego, pero a todo el resto de las
criaturas corporales y espirituales. Y —a nuestro modo de
entender— puso Dios más cuidado en sólo componer
aquel cuerpecito de su Madre, que en todos los orbes
celestiales y cuanto se encierra en ellos. Y con esta regla
se han de comenzar a medir los dones y privilegios de
esta Ciudad de Dios, desde las primeras zanjas y
fundamentos sobre que se levantó su grandeza hasta
llegar a ser inmediata y la más vecina a la infinidad del
Altísimo.
Tan lejos como esto se halló el pecado, y el fomes
de que resulta, en esta milagrosa concepción; pues no
sólo no le hubo en la autora de la gracia, siempre
señalada y tratada como con esta dignidad, pero aun en
sus padres para concebirla estuvo enfrenado y atado,
para que no se desmandase y perturbase a la naturaleza,
que en aquella obra se reconocía inferior a la gracia y
sólo servía de instrumento al supremo Artífice, que es
superior a las leyes de naturaleza y gracia. Y desde
aquel punto comenzaba ya a destruir al pecado y a minar
y batir el castillo del fuerte armado (Lc., 11, 21), para
derribarle y despojarle de lo que tiránicamente poseía.
Y el sábado, se hizo concepción, criando el
Altísimo el alma de su Madre e infundiéndola en su
cuerpo; con que entró en el mundo la pura criatura más
santa, perfecta y agradable a sus ojos de cuantas ha
criado y criará hasta el fin del mundo ni por sus
eternidades. En la correspondencia que tuvo esta obra
con la que hizo Dios criando todo el resto del mundo en siete días, como lo refiere el Génesis (Gén., 1, 1-31; 2, 1-
3), tuvo el Señor misteriosa atención, pues aquí sin duda
descansó con la verdad de aquella figura, habiendo
criado la suprema criatura de todas, dando con ella
principio a la obra de la Encarnación del Verbo divino y a
la Redención del linaje humano. Y así fue para Dios este
día como festivo y de pascua, y también para todas las
criaturas.
Por este misterio de la Concepción de María
Santísima ha ordenado el Espíritu Santo que el día del
sábado fuese consagrado a la Virgen en la Santa Iglesia,
como día en que se le hizo para ella el mayor beneficio,
criando su alma santísima y uniéndola con su cuerpo, sin
que resultase el pecado original ni efecto suyo. Y al
instante de la creación e infusión del alma de María
Santísima, fue cuando la Beatísima Trinidad dijo aquellas
palabras con mayor afecto de amor que cuando las
refiere Moisés (Gén., 1, 26): Hagamos a María a Nuestra
imagen y semejanza, a Nuestra verdadera Hija y Esposa
para Madre del Unigénito de la sustancia del Padre.
Con la fuerza de esta divina palabra y del amor con
que procedió de la boca del Omnipotente, fue criada e
infundida en el cuerpo de María Santísima su alma
dichosísima, llenándola al mismo instante de gracia y
dones sobre los más altos serafines del cielo, sin haber
instante en que se hallase desnuda ni privada de la luz,
amistad y amor de su Criador, ni pudiese tocarle la
mancha y oscuridad del pecado original, antes en
perfectísima y suprema justicia a la que tuvieron Adán y
Eva en su creación. Fuele también concedido el uso de la
razón perfectísimo y correspondiente a los dones de la
gracia que recibía, no para estar sólo un instante ociosos,
mas para obrar admirables efectos de sumo agrado para
su Hacedor. En la inteligencia y luz de este gran misterio
me confieso absorta y que mi corazón, por mi insuficiencia para explicarle, se convierte en afectos de
admiración y alabanza, porque mi lengua enmudece.
Miro la verdadera arca del testamento, fabricada y
enriquecida y colocada en el templo de una madre estéril
con más gloria que la figurativa en casa de Obededón
(Sam., 6, 11) y de David y en el templo de Salomón (3 Re.,
8, 1ss); veo formado el altar en el Sancta Sanctorum ( Ib.,
6), donde se ha de ofrecer el primer sacrificio que ha de
vencer y aplacar a Dios; y veo salir de su orden a la
naturaleza para ser ordenada y que se establecen
nuevas leyes contra el pecado, no guardando las
comunes, ni de la culpa, ni de la naturaleza, ni de la
misma gracia, y que se comienzan a formar otra nueva
tierra y cielos nuevos (Is., 65, 17), siendo el primero el
vientre de una humildísima mujer, a quien atiende la
Santísima Trinidad y asisten innumerables cortesanos del
antiguo cielo y se destinan mil Ángeles para hacer
custodia del tesoro de un cuerpecito animado de la
cantidad de una abejita.
Y en esta nueva creación se oyó resonar con mayor
fuerza aquella voz de su Hacedor que, de la obra de su
omnipotencia agradado, dice que es muy buena (Gén., 1,
31). Llegue con humildad piadosa la flaqueza humana a
esta maravilla y confiese la grandeza del Criador y
agradezca el nuevo beneficio concedido a todo el linaje
humano en su Reparadora. Y cesen ya los indiscretos
celos y porfías, vencidas con la fuerza de la luz Divina;
porque si la bondad infinita de Dios —como se me ha
mostrado— en la Concepción de su Madre Santísima miró
al pecado original como airado y enojado con él,
gloriándose de tener justa causa y ocasión oportuna para
arrojarlo y atajar su corriente ¿cómo a la ignorancia
humana le puede parecer bien lo que a Dios fue tan
aborrecible?
Al tiempo de infundirse el alma en el cuerpo de
esta divina Señora, quiso el Altísimo que su madre santa
Ana sintiese y reconociese la presencia de la Divinidad
por modo altísimo, con que fue llena del Espíritu Santo y
movida interiormente con tanto júbilo y devoción sobre
sus fuerzas ordinarias, que fue arrebatada en un éxtasis
soberano, donde fue ilustrada con altísimas inteligencias
de muy escondidos misterios y alabó al Señor con nuevos
cánticos de alegría. Y estos efectos le duraron todo el
tiempo restante de su vida, pero fueron mayores en los
nueve meses que tuvo en su vientre el tesoro del cielo,
porque en este tiempo se le renovaron y repitieron estos
beneficios más continuamente, con inteligencia de las
Escrituras Divinas y de sus profundos sacramentos. ¡Oh
dichosísima mujer, llámente bienaventurada y alábente
todas las naciones y generaciones del orbe!
MISTICA CIUDAD DE DIOS
VIDA DE LA VIRGEN MARÍA
Venerable María de Jesús de Agreda
Libro I, Cap. 15.