Nace Cristo nuestro bien de María Virgen en Belén
de Judea.
468. El palacio que tenía prevenido el supremo Rey de los
reyes y Señor de los señores para hospedar en el mundo
a su eterno Hijo humanado para los hombres, era la más
pobre y humilde choza o cueva, a donde María santísima
y San José se retiraron despedidos de los hospicios y
piedad natural de los mismos hombres, como queda
dicho en el capítulo pasado. Era este lugar tan
despreciado y contentible, que con estar la ciudad de
Belén tan llena de forasteros que faltaban posadas en
que habitar, con todo eso nadie se dignó de ocuparle ni
bajar a él, porque era cierto no les competía ni les venía
bien sino a los maestros de la humildad y pobreza, Cristo
nuestro bien y su purísima Madre. Y por este medio les
reservó para ellos la sabiduría del eterno Padre,
consagrándole con los adornos de desnudez, soledad y
pobreza por el primer templo de la luz y casa del
verdadero Sol de Justicia (Mt 5, 48), que para los rectos
de corazón había de nacer de la candidísima aurora
María, en medio de las tinieblas de la noche —símbolo de
las del pecado— que ocupaban todo el mundo.
469. Entraron María santísima y San José en este
prevenido hospicio, y con el resplandor que despedían
los diez mil Ángeles que los acompañaban pudieron
fácilmente reconocerle pobre y solo, como lo deseaban,
con gran consuelo y lágrimas de alegría. Luego los dos
santos peregrinos hincados de rodillas alabaron al Señor
y le dieron gracias por aquel beneficio, que no ignoraban
era dispuesto por los ocultos juicios de la eterna Sabiduría. De este gran sacramento estuvo más capaz la
divina princesa María, porque en santificando con sus
plantas aquella felicísima cuevecica, sintió una
plenitud de júbilo interior que la elevó y vivificó toda, y
pidió al Señor pagase con liberal mano a todos los
vecinos de la ciudad que, despidiéndola de sus casas, la
habían ocasionado tanto bien como en aquella
humildísima choza la esperaba. Era toda de unos peñascos
naturales y toscos, sin género de curiosidad ni
artificio y tal que los hombres la juzgaron por
conveniente para solo albergue de animales, pero el
eterno Padre la tenía destinada para abrigo y
habitación de su mismo Hijo.
470. Los espíritus angélicos, que como milicia celestial
guardaban a su Reina y Señora, se ordenaron en forma
de escuadrones, como quien hacía cuerpo de guardia en
el palacio real. Y en la forma corpórea y humana que
tenían, se le manifestaban también al santo esposo José,
que en aquella ocasión era conveniente gozase de este
favor, así por aliviar su pena, viendo tan adornado y
hermoso aquel pobre hospicio con las riquezas del cielo,
como para aliviar y animar su corazón y levantarle más
para los sucesos que prevenía el Señor aquella noche y
en tan despreciado lugar. La gran Reina y Emperatriz del
cielo, que ya estaba informada del misterio que se había
de celebrar, determinó limpiar con sus manos aquella
cueva que luego había de servir de trono real y
propiciatorio sagrado, porque ni a ella le faltase ejercicio
de humildad, ni a su Hijo unigénito aquel culto y
reverencia que era el que en tal ocasión podía prevenirle
por adorno de su templo.
471. El santo esposo José, atento a la majestad de su
divina esposa, que ella parece olvidaba en presencia de
la humildad, la suplicó no le quitase a él aquel oficio que
entonces le tocaba y, adelantándose, comenzó a limpiar el suelo y rincones de la cueva, aunque no por eso dejó
de hacerlo juntamente con él la humilde Señora. Y
porque estando los Santos Ángeles en forma
humana visible —parece que, a nuestro entender, se
hallaran corridos a vista de tan devota porfía y de la
humildad de su Reina—, luego con emulación santa
ayudaron a este ejercicio o, por mejor decir, en brevísimo
espacio limpiaron y despejaron toda aquella caverna,
dejándola aliñada y llena de fragancia. San José
encendió fuego con el aderezo que para ello traía, y
porque el frío era grande, se llegaron a él para recibir
algún alivio, y del pobre sustento que llevaban comieron
o cenaron con incomparable alegría de sus almas;
aunque la Reina del cielo y tierra con la vecina hora de
su divino parto estaba tan absorta y abstraída en el
misterio, que nada comiera si no mediara la obediencia
de su esposo.
472. Dieron gracias al Señor, como acostumbraban,
después de haber comido; y deteniéndose un breve
espacio en esto y en conferir los misterios del Verbo
humanado, la prudentísima Virgen reconocía se le
llegaba el parto felicísimo. Rogó a su esposo San José se
recogiese a descansar y dormir un poco, porque ya la
noche corría muy adelante. Obedeció el varón divino a su
esposa y le pidió que también ella hiciese lo mismo, y
para esto aliñó y previno con las ropas que traían un
pesebre algo ancho, que estaba en el suelo de la cueva
para servicio de los animales que en ella recogían. Y
dejando a María santísima acomodada en este tálamo,
se retiró el santo José a un rincón del portal, donde se
puso en oración. Fue luego visitado del Espíritu divino y
sintió una fuerza suavísima y extraordinaria con que fue
arrebatado y elevado en un éxtasis altísimo, donde se le
mostró todo lo que sucedió aquella noche en la cueva
dichosa; porque no volvió a sus sentidos hasta que le
llamó la divina esposa. Y este fue el sueño que allí recibió José, más alto y más feliz que el de Adán en el paraíso
(Gen 2, 21).
473. En el lugar que estaba la Reina de las criaturas
fue al mismo tiempo, movida de un fuerte llamamiento
del Altísimo con eficaz y dulce transformación que la
levantó sobre todo lo criado y sintió nuevos efectos del
poder divino, porque fue este éxtasis de los más raros y
admirables de su vida santísima. Luego fue levantándose
más con nuevos lumines y cualidades que le dio el Altísimo,
de los que en otras ocasiones he declarado, para
llegar a la visión clara de la divinidad. Con estas
disposiciones se le corrió la cortina y vio intuitivamente
al mismo Dios con tanta gloria y plenitud de ciencia, que
todo entendimiento angélico y humano ni lo puede
explicar, ni adecuadamente entender. Renovóse en ella
la noticia de los misterios de la divinidad y humanidad
santísima de su Hijo, que en otras visiones se le había
dado, y de nuevo se le manifestaron otros secretos
encerrados en aquel archivo inexhausto del divino pecho.
Y yo no tengo bastantes, capaces y adecuados términos
ni palabras para manifestar lo que de estos sacramentos
he conocido con la luz divina; que su abundancia y
fecundidad me hace pobre de razones.
474. Declaróle el Altísimo a su Madre Virgen cómo era
tiempo de salir al mundo de su virginal tálamo, y el modo
cómo esto había de ser cumplido y ejecutado. Y conoció
la prudentísima Señora en esta visión las razones y fines
altísimos de tan admirables obras y sacramentos, así de
parte del mismo Señor, como de lo que tocaba a las
criaturas, para quien se ordenaban inmediatamente.
Postróse ante el trono real de la divinidad y, dándole
gloria y magnificencia, gracias y alabanzas por sí y las
que todas las criaturas le debían por tan inefable
misericordia y dignación de su inmenso amor, pidió a Su
Majestad nueva luz y gracia para obrar dignamente en el servicio, obsequio, educación del Verbo humanado,
que había de recibir en sus brazos y alimentar con su
virginal leche. Ésta petición hizo la divina Madre con
humildad profundísima, como quien entendía la alteza
de tan nuevo sacramento, cual era el criar y tratar como
madre a Dios hecho hombre, y porque se juzgaba indigna
de tal oficio, para cuyo cumplimiento los supremos
serafines eran insuficientes. Prudente y humildemente lo
pensaba y pesaba la Madre de la sabiduría (Eclo 24, 24),
y porque se humilló hasta el polvo y se deshizo toda en
presencia del Altísimo, la levantó Su Majestad y de nuevo
la dio título de Madre suya, y la mandó que como Madre
legítima y verdadera ejercitase este oficio y ministerio:
que le tratase como a Hijo del eterno Padre y juntamente
Hijo de sus entrañas. Y todo se le pudo fiar a tal Madre,
en que encierro todo lo que no puedo explicar con más
palabras.
475. Estuvo María santísima en este rapto y visión
beatífica más de una hora inmediata a su divino parto; y
al mismo tiempo que salía de ella y volvía en sus
sentidos, reconoció y vio que el cuerpo del niño Dios se
movía en su virginal vientre, soltándose y despidiéndose
de aquel natural lugar donde había estado nueve meses,
y se encaminaba a salir de aquel sagrado tálamo. Este
movimiento del niño no sólo no causó en la Virgen Madre
dolor y pena, como sucede a las demás hijas de Adán y
Eva en sus partos, pero antes la renovó toda en júbilo y
alegría incomparable, causando en su alma y cuerpo
virgíneo efectos tan divinos y levantados, que
sobrepujan y exceden a todo pensamiento criado. Quedó
en el cuerpo tan espiritualizada, tan hermosa y
refulgente, que no parecía criatura humana y terrena:
el rostro despedía rayos de luz como un sol entre color
encarnado bellísimo, el semblante gravísimo con
admirable majestad y el afecto inflamado y fervoroso.
Estaba puesta de rodillas en el pesebre, los ojos levantados al cielo, las manos juntas y llegadas al pecho,
el espíritu elevado en la divinidad y toda ella deificada.
Y con esta disposición, en el término de aquel divino
rapto, dio al mundo la eminentísima Señora al Unigénito
del Padre y suyo (Lc 2, 7) y nuestro Salvador Jesús, Dios y
hombre verdadero, a la hora de media noche, día de
domingo, y el año de la creación del mundo, que la
Iglesia romana enseña, de cinco mil ciento noventa y
nueve; que esta cuenta se me ha declarado es la cierta y
verdadera.
476. Otras circunstancias y condiciones de este
divinísimo parto, aunque todos los fieles las suponen por
milagrosas, pero como no tuvieron otros testigos más que
a la misma Reina del cielo y sus cortesanos, no se pueden
saber todas en particular, salvo las que el mismo Señor
ha manifestado a su santa Iglesia en común, o a
particulares almas por diversos modos. Y porque en esto
creo hay alguna variedad, y la materia es altísima y en
todo venerable, habiendo yo declarado a mis Prelados
que me gobiernan lo que conocí de estos misterios para
escribirlos, me ordenó la obediencia que de nuevo los
consultase con la divina luz y preguntase a la Emperatriz
del cielo, mi madre y maestra, y a los Santos Ángeles que
me asisten y sueltan las dificultades que se me ofrecen,
algunas particularidades que convenían a la mayor
declaración del parto sacratísimo de María, Madre de
Jesús, Redentor nuestro. Y habiendo cumplido con este
mandato, volví a entender lo mismo, y me fue declarado
que sucedió en la forma siguiente:
477. En el término de la visión beatífica y rapto de la
Madre siempre Virgen, que dejo declarado (Cf. supra n.
473), nació de ella el Sol de Justicia, Hijo del eterno
Padre y suyo, limpio, hermosísimo, refulgente y puro,
dejándola en su virginal entereza y pureza más
divinizada y consagrada; porque no dividió, sino que penetró el virginal claustro, como los rayos del sol, que
sin herir la vidriera cristalina, la penetra y deja más
hermosa y refulgente. Y antes de explicar el modo
milagroso como esto se ejecutó, digo que nació el niño
Dios solo y puro, sin aquella túnica que llaman secundina
en la que nacen comúnmente enredados los otros niños
y están envueltos en ella en los vientres de sus madres. Y
no me detengo en declarar la causa de donde pudo
nacer y originarse el error que se ha introducido de lo
contrario. Basta saber y suponer que en la generación del
Verbo humanado y en su nacimiento, el brazo poderoso
del Altísimo tomó y eligió de la naturaleza todo aquello
que pertenecía a la verdad y sustancia de la generación
humana, para que el Verbo hecho hombre verdadero,
verdaderamente se llamase concebido, engendrado y
nacido como hijo de la sustancia de su Madre siempre
Virgen. Pero en las demás condiciones que no son de
esencia, sino accidentales a la generación y natividad, no
sólo se han de apartar de Cristo Señor nuestro y de su
Madre santísima las que tienen relación y dependencia
de la culpa original o actual, pero otras muchas que no
derogan a la sustancia de la generación o nacimiento y
en los mismos términos de la naturaleza contienen
alguna impuridad o superfluidad no necesaria para que
la Reina del cielo se llame Madre verdadera y Cristo
Señor nuestro hijo suyo y que nació de ella. Porque ni
estos efectos del pecado o naturaleza eran necesarios
para la verdad de la humanidad santísima, ni tampoco
para el oficio de Redentor o Maestro; y lo que no fue
necesario para estos tres fines, y por otra parte
redundaba en mayor excelencia de Cristo y de su Madre
santísimos, ¿no se ha de negar a entrambos? Ni los
milagros que para ello fueron necesarios se han de
recatear con el Autor de la naturaleza y gracia y con la
que fue su digna Madre, prevenida, adornada y siempre
favorecida y hermoseada; que la divina diestra en todos
tiempos la estuvo enriqueciendo de gracias y dones y se extendió con su poder a todo lo que en pura criatura fue
posible.
478. Conforme a esta verdad, no derogaba a la razón
de madre verdadera que fuese virgen en concebir y parir
por obra del Espíritu Santo, quedando siempre virgen. Y
aunque sin culpa suya pudiera perder este privilegio la
naturaleza, pero faltárale a la divina Madre tan rara y
singular excelencia; y porque no estuviese y careciese de
ella, se la concedió el poder de su Hijo santísimo.
También pudiera nacer el niño Dios con aquella túnica o
piel que los demás, pero esto no era necesario para
nacer como hijo de su legítima Madre, y por esto no la
sacó consigo del vientre virginal y materno, como
tampoco pagó a la naturaleza este parto otras pensiones
y tributos de menos pureza que contribuyen los demás
por el orden común de nacer. El Verbo humanado no era
justo que pasase por las leyes comunes de los hijos de
Adán, antes era como consiguiente al milagroso modo
de nacer, que fuese privilegiado y libre de todo lo que
pudiera ser materia de corrupción o menos limpieza; y
aquella túnica secundina no se había de corromper
fuera del virginal vientre, por haber estado tan contigua
o continua con su cuerpo santísimo y ser parte de la
sangre y sustancia materna; ni tampoco era conveniente
guardarla y conservarla, ni que la tocasen a ella las
condiciones y privilegios que se le comunican al divino
cuerpo, para salir penetrando el de su Madre santísima,
como diré luego. Y el milagro con que se había de
disponer de esta piel sagrada, si saliera del vientre, se
pudo obrar mejor quedándose en él, sin salir fuera.
479. Nació, pues, el niño Dios del tálamo virginal solo
y sin otra cosa material o corporal que le acompañase,
pero salió glorioso y transfigurado; porque la divinidad y
sabiduría infinita dispuso y ordenó que la gloria del alma
santísima redundase y se comunicase al cuerpo del niño Dios al tiempo del nacer, participando los dotes de
gloria, como sucedió después en el Tabor (Mt 17, 2) en
presencia de los tres Apóstoles. Y no fue necesaria esta
maravilla para penetrar el claustro virginal y dejarle
ileso en su virginal integridad, porque sin estos dotes
pudiera Dios hacer otros milagros: que naciera el
niño dejando virgen a la Madre, como lo dicen los doctores
santos (S. Tomás, Summa, III, q. 28 a. 2 ad 2) que no
conocieron otro misterio en esta natividad. Pero la
voluntad divina fue que la beatísima Madre viese a su
Hijo hombre-Dios la primera vez glorioso en el cuerpo
para dos fines: el uno, que con la vista de aquel objeto
divino la prudentísima Madre concibiese la reverencia
altísima con que había de tratar a su Hijo, Dios y hombre
verdadero; y aunque antes había sido informada de esto,
con todo eso ordenó el Señor que por este medio como
experimental se la infundiese nueva gracia,
correspondiente a la experiencia que tomaba de la
divina excelencia de su dulcísimo Hijo y de su majestad y
grandeza; el segundo fin de esta maravilla fue como
premio de la fidelidad y santidad de la divina Madre,
para que sus ojos purísimos y castísimos, que a todo lo
terreno se habían cerrado por el amor de su Hijo
santísimo, le viesen luego en naciendo con tanta gloria y
recibiesen aquel gozo y premio de su lealtad y fineza.
480. El sagrado Evangelista San Lucas dice (Lc 2, 7) que
la Madre Virgen, habiendo parido a su Hijo primogénito,
le envolvió en paños y le reclinó en un pesebre. Y no
declara quién le llevó a sus manos desde su virginal
vientre, porque esto no pertenecía a su intento. Pero
fueron ministros de esta acción los dos príncipes
soberanos San Miguel y San Gabriel, que como asistían
en forma humana corpórea al misterio, al punto que el
Verbo humanado, penetrándose con su virtud por el
tálamo virginal, salió a luz, en debida distancia le
recibieron en sus manos con incomparable reverencia, y al modo que el Sacerdote propone al pueblo la Sagrada
Hostia para que la adore, así estos dos celestiales
ministros presentaron a los ojos de la divina Madre a
su Hijo glorioso y refulgente. Todo esto sucedió en breve
espacio. Y al punto que los santos Ángeles presentaron al
niño Dios a su Madre, recíprocamente se miraron Hijo y
Madre santísimos, hiriendo ella el corazón del dulce niño
y quedando juntamente llevada y transformada en él. Y
desde las manos de los dos santos príncipes habló el
Príncipe celestial a su feliz Madre, y le dijo: Madre,
asimílate a mí, que por el ser humano que me has dado
quiero desde hoy darte otro nuevo ser de gracia más
levantado, que siendo de pura criatura se asimile al mío,
que soy Dios y hombre por imitación perfecta.—
Respondió la prudentísima Madre: Trahe me post te, in
odorem unguentorum tuorum curremos (Cant 1, 3).
Llévame, Señor, tras de ti y correremos en el olor de tus
ungüentos.—Aquí se cumplieron muchos de los ocultos
misterios de los Cantares; y entre el niño Dios y su Madre
Virgen pasaron otros de los divinos coloquios que allí se
refieren, como: Mi amado para mí y yo para él (Cant
2,16), y se convierte para mí (Cant 7, 10). Atiende qué
hermosa eres, amiga mía, y tus ojos son de paloma.
Atiende qué hermoso eres, dilecto mío (Cant 1, 14-15);
y otros muchos sacramentos que para referirlos sería
necesario dilatar más de lo que es necesario este
capítulo.
481. Con las palabras que oyó María santísima de la
boca de su Hijo dilectísimo juntamente le fueron patentes
los actos interiores de su alma santísima unida a la
divinidad, para que imitándolos se asimilase a él. Y este
beneficio fue el mayor que recibió la fidelísima y dichosa
Madre de su Hijo, hombre y Dios verdadero no sólo
porque desde aquella hora fue continuo por toda su vida,
pero porque fue el ejemplar vivo de donde ella copió la
suya, con toda la similitud posible entre la que era pura criatura y Cristo hombre y Dios verdadero. Al mismo
tiempo conoció y sintió la divina Señora la presencia de
la Santísima Trinidad, y oyó la voz del Padre eterno que
decía: Este es mi Hijo amado, en quien recibo grande
agrado y complacencia (Mt 17, 5).—Y la prudentísima
Madre, divinizada toda entre tan encumbrados
sacramentos, respondió y dijo: Eterno Padre y Dios
altísimo, Señor y Criador del universo, dadme de nuevo
vuestra licencia y bendición para que con ella reciba en
mis brazos al deseado de las gentes (Ag 2, 8), y
enseñadme a cumplir en el ministerio de madre indigna y
de esclava fiel vuestra divina voluntad.—Oyó luego una
voz que le decía: Recibe a tu unigénito Hijo, imítale,
críale y advierte que me lo has de sacrificar cuando yo te
le pida. Aliméntale como madre y reverencíale como a tu
verdadero Dios.—Respondió la divina Madre: Aquí está la
hechura de vuestras divinas manos, adornadme de
vuestra gracia para que vuestro Hijo y mi Dios me admita
por su esclava; y dándome la suficiencia de vuestro gran
poder, yo acierte en su servicio, y no sea atrevimiento
que la humilde criatura tenga en sus manos y alimente
con su leche a su mismo Señor y Criador.
482. Acabados estos coloquios tan llenos de divinos
misterios, el niño Dios suspendió el milagro o volvió a
continuar el que suspendía los dotes y gloria de su
cuerpo santísimo, quedando represada sólo en el alma, y
se mostró sin ellos en su ser natural y pasible. Y en este
estado le vio también su Madre purísima, y con profunda
humildad y reverencia, adorándole en la postura que ella
estaba de rodillas, le recibió de manos de los Santos
Ángeles que le tenían. Y cuando le vio en las suyas, le
habló y le dijo: Dulcísimo amor mío, lumbre de mis ojos y
ser de mi alma, venid en hora buena al mundo, Sol de
Justicia (Mal 4, 2), para desterrar las tinieblas del pecado
y de la muerte. Dios verdadero de Dios verdadero,
redimid a vuestros siervos, y vea toda carne a quien le trae la salud (Is 52, 10). Recibid para vuestro obsequio a
vuestra esclava y suplid mi insuficiencia para serviros.
Hacedme, Hijo mío, tal como queréis que sea con vos.—
Luego se convirtió la prudentísima Madre a ofrecer su
Unigénito al eterno Padre, y dijo: Altísimo Criador de
todo el universo, aquí está el altar y el sacrificio
aceptable a vuestros ojos. Desde esta hora, Señor mío,
mirad al linaje humano con misericordia, y cuando
merezcamos vuestra indignación, tiempo es de que se
aplaque con vuestro Hijo y mío. Descanse ya la justicia, y
magnifíquese vuestra misericordia, pues para esto se ha
vestido el Verbo divino la similitud de la carne del
pecado (Rom 8, 3) y se ha hecho hermano de los mortales
y pecadores. Por este título los reconozco por hijos y pido
con lo íntimo de mi corazón por ellos. Vos, Señor
poderoso, me habéis hecho Madre de vuestro Unigénito
sin merecerlo, porque esta dignidad es sobre todos
merecimientos de criaturas, pero debo a los hombres en
parte la ocasión que han dado a mi incomparable dicha,
pues por ellos soy Madre del Verbo humanado pasible y
Redentor de todos. No les negaré mi amor, mi cuidado y
desvelo para su remedio. Recibid, eterno Dios, mis
deseos y peticiones para lo que es de vuestro mismo
agrado y voluntad.
483. Convirtióse también la Madre de Misericordia a
todos los mortales, y hablando con ellos dijo:
Consuélense los afligidos, alégrense los desconsolados,
levántense los caídos, pacifíquense los turbados,
resuciten los muertos, letifíquense los justos, alégrense
los santos, reciban nuevo júbilo los espíritus celestiales,
alíviense los profetas y patriarcas del limbo y todas las
generaciones alaben y magnifiquen al Señor que renovó
sus maravillas. Venid, venid, pobres; llegad, párvulos, sin
temor, que en mis manos tengo hecho cordero manso al
que se llama león; al poderoso, flaco; al invencible,
rendido. Venid por la vida, llegad por la salud, acercaos por el descanso eterno, que para todos le tengo y se os
dará de balde y le comunicaré sin envidia. No queráis ser
tardos y pesados de corazón, oh hijos de los hombres. Y
vos, dulce bien de mi alma, dadme licencia para que
reciba de vos aquel deseado ósculo de todas las
criaturas. — Con esto la felicísima Madre aplicó sus divinos
y castísimos labios a las caricias tiernas y amorosas
del niño Dios, que las esperaba como Hijo suyo
verdadero.
484. Y sin dejarle de sus brazos, sirvió de altar y de
sagrario donde los diez mil Ángeles en forma humana
adoraron a su Criador hecho hombre. Y como la
beatísima Trinidad asistía con especial modo al
nacimiento del Verbo encarnado, quedó el cielo como
desierto de sus moradores, porque toda aquella corte
invisible se trasladó a la feliz cueva de Belén y adoró
también a su Criador en hábito nuevo y peregrino. Y en su
alabanza entonaron los Santos Ángeles aquel nuevo
cántico: Gloria in excelsis Deo, et in terra pax hominibus
bonae voluntatis (Lc 2, 14). Y con dulcísima y sonora
armonía le repitieron, admirados de las nuevas
maravillas que veían puestas en ejecución y de la
indecible prudencia, gracia, humildad y hermosura de
una doncella tierna de quince años, depositaría y
ministra digna de tales y tantos sacramentos.
485. Ya era hora que la prudentísima y advertida
Señora llamase a su fidelísimo esposo San José, que,
como arriba dije (Cf. supra n. 472), estaba en divino
éxtasis, donde conoció por revelación todos los misterios
del sagrado parto que en aquella noche se celebraron.
Pero convenía también que con los sentidos corporales
viese y tratase, adorase y reverenciase al Verbo
humanado, antes que otro alguno de los mortales, pues él
solo era entre todos escogido para despensero fiel de
tan alto sacramento. Volvió del éxtasis mediante la voluntad de su divina Esposa, y restituido en sus sentidos,
lo primero que vio fue el niño Dios en los brazos de su
virgen Madre, arrimado a su sagrado rostro y pecho. Allí
le adoró con profundísima humildad y lágrimas. Besóle
los pies con nuevo júbilo y admiración, que le arrebatara
y disolviera la vida, si no le conservara la virtud divina, y
los sentidos perdiera, si no fuera necesario usar de ellos
en aquella ocasión. Luego que el santo José adoró al
niño, la prudentísima Madre pidió licencia a su mismo
Hijo para asentarse, que hasta entonces había estado de
rodillas, y administrándole San José los fajos y pañales
que traían, le envolvió en ellos con incomparable
reverencia, devoción y aliño, y así empañado y fajado,
con sabiduría divina le reclinó la misma Madre en el
pesebre, como el Evangelista San Lucas dice (Lc 2, 7),
aplicando algunas pajas y heno a una piedra, para
acomodarle en el primer lecho que tuvo Dios hombre en
la tierra fuera de los brazos de su Madre. Vino luego, por
voluntad divina, de aquellos campos un buey con suma
presteza, y entrando en la cueva se juntó al jumentillo
que la misma Reina había llevado; y ella les mandó
adorasen con la reverencia que podían y reconociesen a
su Criador. Obedecieron los humildes animales al
mandato de su Señora y se postraron ante el niño y con
su aliento le calentaron y sirvieron con el obsequio que le
negaron los hombres. Así estuvo Dios hecho hombre
envuelto en paños, reclinado en el pesebre entre dos
animales, y se cumplió milagrosamente la profecía: que
conoció el buey a su dueño y el jumento al pesebre de su
señor, y no lo conoció Israel, ni su pueblo tuvo
inteligencia (Is 1, 3).
Doctrina de la Reina María santísima.
486. Hija mía, si los mortales tuvieran desocupado el
corazón y sano juicio para considerar dignamente este
gran sacramento de piedad que el Altísimo obró por ellos, poderosa fuera su memoria para reducirlos al
camino de la vida y rendirlos al amor de su Criador y
Reparador. Porque siendo los hombres capaces de razón,
si de ella usaran con la dignidad y libertad que deben,
¿quién fuera tan insensible y duro que no se enterneciera
y moviera a la vista de su Dios humanado y humillado a
nacer pobre, despreciado, desconocido, en un pesebre
entre animales brutos, sólo con el abrigo de una madre
pobre y desechada de la estulticia y arrogancia del
mundo? En presencia de tan alta sabiduría y misterio,
¿quién se atreverá a amar la vanidad y soberbia, que
aborrece y condena el Criador de cielo y tierra con su
ejemplo? Ni tampoco podrá aborrecer la humildad,
pobreza y desnudez, que el mismo Señor amó y eligió
para sí, enseñando el medio verdadero de la vida
eterna. Pocos son los que se detienen a considerar esta
verdad y ejemplo, y con tan fea ingratitud son pocos los
que consiguen el fruto de tan grandes sacramentos.
487. Pero si la dignación de mi Hijo santísimo se ha
mostrado tan liberal contigo en la ciencia y luz tan clara
que te ha dado de estos admirables beneficios del linaje
humano, considera bien, carísima, tu obligación y
pondera cuánto y cómo debes obrar con la luz que
recibes. Y para que correspondas a esta deuda, te
advierto y exhorto de nuevo que olvides todo lo terreno y
lo pierdas de vista y no quieras ni admitas otra cosa del
mundo más de lo que te puede alejar y ocultar de él y de
sus moradores, para que desnudo el corazón de todo
afecto terreno, te dispongas para celebrar en él los
misterios de la pobreza, humildad y amor de tu Dios
humanado. Aprende de mi ejemplo la reverencia, temor y
respeto con que le has de tratar, como yo lo hacía cuando
le tenía en mis brazos; y ejecutarás esta doctrina cuando
tú le recibas en tu pecho en el venerable Sacramento de
la Eucaristía, donde está el mismo Dios y hombre
verdadero que nació de mis entrañas. Y en este Sacramento le recibes y tienes realmente tan cerca, que
está dentro de ti misma con la verdad que yo le trataba y
tenía, aunque por otro modo.
488. En esta reverencia y temor santo quiero que seas
extremada, y que también adviertas y entiendas, que con
la obra de entrar Dios sacramentado en tu pecho te dice
lo mismo que a mí me dijo en aquellas razones: Que me
asimilase a él, como lo has entendido y escrito. El bajar
del cielo a la tierra, nacer en pobreza y humildad, vivir y
morir en ella con tan raro ejemplo y enseñanza del
desprecio del mundo y de sus engaños, y la ciencia que
de estas obras te ha dado, señalándose contigo en alta y
encumbrada inteligencia y penetración, todo esto ha de
ser para ti una voz viva que debes oír con íntima atención
de tu alma y escribirla en tu corazón, para que con
discreción hagas propios los beneficios comunes y
entiendas que de ti quiere mi Hijo santísimo y mi Señor
los agradezcas y recibas, como si por ti (Gal 2, 20) sola
hubiera bajado del cielo a redimirte y obrar todas las
maravillas y doctrina que dejó en su Iglesia santa.
MISTICA CIUDAD DE DIOS
VIDA DE LA VIRGEN MARÍA
Venerable María de Jesús de Agreda
Libro IV, Cap. 10.