jueves, 27 de marzo de 2014

LAS VIRTUDES DE SAN PABLO DE LA CRUZ - II


II
ASCETA Y PENITENTE

La generalidad de los mortales, por desgracia, ni conocen ni estiman el valor de la mortificación cristiana para alcanzar la santidad. De ahí la sed de placeres y el loco y desmedido afán de diversiones que hoy devora a la humanidad Y, sin embargo, sin mortificación no puede haber vida espiritual en las almas, ni verdadera imitación de Cristo, Ejemplar de toda santidad.

Pablo de la Cruz, que hizo lema de su vida interior el estar crucificado con Cristo, resulta dechado acabado de cristiana mortificación. Sus asombrosas penitencias, iniciadas en los años de la niñez, y prolongadas rigurosamente durante su vida octogenaria, le colocan al lado de los más grandes penitentes de la humanidad. Dulce, amable y compasivo para los demás, es para sí mismo duro, inflexible y de una austeridad tal que, al punto evocamos el recuerdo de los moradores de la Tebaida.

No cabe duda que muchas de sus austeras penitencias, como decía uno de los más íntimos del Santo, serán conocidas tan sólo en el día del Juicio Final. Pero las que llegaron a conocimiento de sus contemporáneos sobran para catalogarlo entre los ascetas más penitentes de todos los siglos. Si nosotros exponemos en este capítulo las austeridades del Siervo de Dios, no es tanto para proponerlas, al menos en su generalidad, como dignas de imitación, cuanto para que el lector considere hasta dónde puede llegar un alma enamorada de su Dios y de la mortificación cristiana. Y también para que esta consideración sirva de aliento y de estímulo a las almas tibias y apocadas que dudan de abrazarse a una mortificación que a todos urge por ser el abecé de la vida espiritual.

Desde niño, Pablo de la Cruz es un enamorado de la mortificación cristiana. Quizá este hecho contraste con los gustos de quienes vivimos en el siglo XX. Pero siendo un hecho comprobado, nosotros, fieles a la verdad histórica, no podemos pasar por alto o silenciar lo que atestiguan los Procesos de Canonización.

Pablo, siendo niño, entreteje con unas cuerdas una especie de látigo para azotar con él su inocente cuerpo. Compañero de penitencia es también su hermano Juan Bautista. Una noche, los golpes resuenan por toda la casa. Lucas Danei, sorprendido, penetra en la habitación:

—Pero ¿qué hacéis, hijos míos? ¿Queréis mataros?

Desde aquel día, Pablo se oculta aún más para no ser sorprendido en sus primeros ensayos de riguroso ascetismo. Hay noches que no duerme en la cama. En el desván de la casa, sobre el frío pavimento, extiende una manta, y sirviéndole de almohada un haz de leña, entrégase al sueño.

Los viernes, sobre todo. redobla su austera penitencia, y por amor a su Dios Crucificado, bebe amargo brebaje, compuesto de hiel y vinagre.

Ya de joven se entrega a ayunos tan rigurosos que acaban por dejarle en los huesos, semejando un esqueleto ambulante. Días enteros pasa sin tomar alimento ni bebida alguna. En estos días siente, naturalmente, un hambre canina; pero, poco a poco, sobreponiéndose y resistiendo logra vencerla

— ¡Ah! Entonces era yo fuerte y robusto, pero ahora ya no puedo hacerlo; dirá en su ancianidad a Rosa Calabresi.

En su juventud hace voto de privarse de todo gusto superfluo. Voto heroico que cumple fidelisimamente hasta que, ya entrado en años, le es dispensado. Antes de fundar el Instituto de la Pasión, su vida de eremita es el asombro de los que le conocen. Cubre sus carnes con una tosca y negra túnica. En el rigor del invierno camina descalzo. Y con la cabeza descubierta, bajo los rayos de un sol abrasador, recorre los senderos de Italia.

Encerrado por espacio de cuarenta días, en húmedo tugurio, bajo la escalera de la Iglesia parroquial de Castellazo, se alimenta a pan y agua. Y en las ermitas de San Esteban, de Nuestra Señora de la Cadena y de Monte Argentaro, su alimento suele ser hierbas, raíces, fruta silvestre, y, alguna vez que otra, un poco de pan que recibe de la caridad pública. En la ermita de San Antonio tiene por lecho un poco de paja sobre la desnuda tierra. Y es tal el hambre que a veces padece, que se siente desfallecer. Extenuado, recibe un día de limosna dos tortugas. El hambre le acosa. Pero no sabe cómo prepararlas para convertirlas en alimento de su cuerpo desfallecido. Al fin, colócalas sobre unas brasas. Y cuando juzga están ya tostadas, las ingiere sin condimento alguno.

Hasta la edad de los cincuenta y dos años se abstiene de tomar carne, huevos y leche. Si después admite en sus frugales comidas dichos alimentos es porque la Santa Sede mitiga la rigurosa abstinencia que Pablo ha prescrito en la Regla. Mas, así y todo, en el tiempo de Adviento, de Cuaresma y en los miércoles, viernes y sábados de todo el año, Pablo de la Cruz se abstiene de comer carne.

Ir al refectorio a la acostumbrada refección constituye para él un sacrificio. Con gracia suele decir:

—Ahora vayamos a hacer el oficio de los jumentos.

Sentado a la mesa, permanece absorto en altísima contemplación. Y no es raro verlo anegado en lágrimas, las cuales mezcla con el pobre alimento. Si se le presenta bastante cantidad, suplica:

—Por caridad, presentadme menos, si queréis que coma; yo, cuando he tomado la sopa, ya estoy harto. Además, con poco basta, cuando se puede comer un poco de pan.

Si por algún alimento siente predilección es por la fruta. Pero ésta le da ocasión de refrenar el gusto y realizar así continuos sacrificios. Un día de fiesta, hallándose en el convento de Vetralla, reciben los religiosos un cesto de higos. Pablo muestra su contento por el regalo. Pero cuando son presentados en la mesa, el único que los deja en el plato, sin probarlos, es Pablo de la Cruz.

Otra vez, en casa del Sr. Aníbal Tonini, presentan para postre unas peras gordas, frescas y sazonadas. El siervo de Dios, disimuladamente, toma la más verde y comienza a comerla.

—Pero, P. Pablo, si esa pera no está madura. Déjela y tome otra.

—¡Ah!: responde el siervo de Dios. Es verdad. Pero también ésta es buena.

Y sigue comiéndola. Y una vez comida, no quiere probar otra.

Todos los años acostumbra celebrar lo que él llama la Cuaresma de la Virgen, que es privarse de toda clase de frutas durante los cuarenta días que preceden a la fiesta de la Asunción.

Un día es invitado a comer con el General español, Marqués de las Minas. Es tiempo de cuaresma. En la mesa presentan un exquisito plato de guisantes. Los primeros de la temporada. Con ellos se ha preparado un plato apetitoso. Pablo, apenas lo ha probado, interrumpe la comida. El Marqués de las Minas que lo advierte, dícele:

—Pero, P. Pablo, ¿no come usted manjar tan exquisito? El humilde siervo de Dios se excusa humildemente. Y el General español queda altamente edificado de la frugalidad de su santo amigo.

Otra vez le presentan un aperitivo. Después de probado, exclama:

— Excelente! Y alargando luego el plato, dice a su comensal:

—Le suplico se lo coma usted.

—Gracias a Dios, no necesito de tales aperitivos. Tengo buen apetito.

Pero el siervo de Dios insiste:

 —Anímese a ello. Yo no quiero perder tan buena ocasión de hacer un pequeño sacrificio.

Pablo rehusa manjares delicados, contentándose, las más de las veces, con un poco de pan, y en alguna ocasión, algunas frutas. Y para justificar su proceder. argumenta:

—Los antiguos anacoretas, alimentándose de pan, hierbas y frutas silvestres, vivían largos años en los desiertos. Ved cómo la mortificación alarga la vida.

Bajo los rayos de un sol abrasador...

Parco en la comida, lo es también en la bebida. En las comidas toma un poco de vino, por consejo del Capitán Grazi, pero tan aguado que llega a perder el color y el gusto del vino. Fuera de las horas no acostumbra tomar alimento ni bebida alguna, aunque se halle extenuado por las fatigas de las misiones apostólicas. En los últimos años de su vida, por prescripción médica, después de las predicaciones, suele tomar un poco de vino aguado. Pero no pocas veces se le oye decir:

— Estos médicos me matan. El chocolate que toma, también por prescripción médica, quiere que sea ligero.

—Lo tomo así como medicina del cuerpo.

Al comer, permanece absorto en la lectura espiritual que se tiene durante la refección, no dándose cuenta, a veces, de los alimentos que come. Un día, en el convento de San Angel, ordena al cocinero prepare un plato de macarrones. El cocinero obedece. Terminada la comida, encontrándose con el P. Pablo, recibe de éste severa reprensión por no haber cumplido la orden.

—Pero, Padre, ¿qué es lo que ha comido en el refectorio?, dícele el cocinero, justificándose y, a la vez, indicando al Santo Fundador que han sido macarrones lo que se ha servido a la mesa.

San Pablo de la Cruz replica:

 —Tenga paciencia, hermano, y perdone. No recuerdo lo que he comido.

El Santo ejercita dichas mortificaciones con arte, destreza y alegría, que muchos ni siquiera se percatan de aquéllas.

"Quien no sabe refrenar la gula suele repetir tampoco sabe mortificar la carne."

Pero Pablo sabe refrenar la gula y también mortificar la carne con penitencias espantosas, extraordinarias, admirables, aunque no imitables. El sabe por experiencia qué es el frío y la nieve y los aires helados del riguroso invierno, porque muchas veces, aterido, con los pies descalzos, cubierto de una tosca túnica, y mal alimentado, atraviesa los Apeninos envueltos en el blanco turbante de la nieve. Otras, bajo un sol tórrido, descubierta la cabeza, emprende largas jornadas, o predica horas enteras, en descampado, a las multitudes, o en la plaza de Orbetello a la tropa española. Los soldados, por indicación del Santo, cubren sus cabezas con el casco de campaña para defenderse de los rayos solares. Pero el siervo de Dios, por espacio de dos horas, asaetado por los rayos de un sol de mediodía, prosigue la predicación.

No pocas veces, sus pies desnudos van dejando huellas de sangre por los senderos de Italia, por las calzadas romanas y las calles de las ciudades.

En las misiones apostólicas Pablo, heraldo del Divino Crucificado, aparece como la encarnación viviente de la austeridad y de la penitencia. La ruda túnica con que cubre sus carnes, sus pies desnudos, su rostro pálido y demacrado hablan elocuentemente de su riguroso ascetismo. El viaje del Convento al pueblo o ciudad que ha de misionar lo hace siempre a pie y descalzo. Los guijarros del sendero lastiman sus pies y las espinas llegan algunas veces a clavarse en sus delicadas plantas. Si personas caritativas, compadecidas, intentan extraerle las espinas, díceles sonriente:

—Si esto no es nada. ¡Jesús llevaba tantas... y tan punzantes en su sacratísima cabeza!...

Ya en la misión, ante la muchedumbre que le escucha atónita, desnuda sus espaldas, y con instrumentos de afiladas cuchillas descarga golpes tan fieros que la sangre brota en abundancia hasta regar el tablado que le sirve de púlpito.

A la cruel flagelación añade, no pocas veces, el doloroso tormento de la coronación de espinas. La corona que ciñe a sus sienes cuando predica no es mero símbolo o recuerdo de la corona de espinas del Salvador del mundo. También las espinas se clavan en las sienes del siervo de Dios y la sangre que brota de su frente llega a teñir su demacrado rostro, convirtiéndolo en vivo retrato del Divino Nazareno.

Para vencer el sueño que le asalta en las interminables horas del confesonario, aplica a sus brazos cilicios de agudas puntas que le penetran hasta la carne viva.

Los días que misiona algún pueblo o ciudad duerme sobre el desnudo suelo. Y en las horas que le quedan libres, retirado en su habitación, renueva sus sangrientas penitencias; o bien, arrodillado sobre lámina de hierro de aceradas puntas, engólfase en la meditación de su Dios Crucificado.

Sorprendido un día en esta actitud, para despistar al intempestivo visitante, dice a éste, ocultando con disimulo el instrumento de penitencia:

—Ved donde yo estudio mis sermones: a los pies del Crucifijo.

Con tantas y tales mortificaciones no es extraño que Pablo de la Cruz quede en los huesos, y que un personaje, anunciando la próxima llegada de los misioneros, diga al Párroco de la localidad:

—Para uno de ellos puede usted preparar un ataúd.

Pero es en la soledad de Monte Argentaro donde, particularmente, el siervo de Dios sacia su sed de maceraciones. La majestad solemne de los espacios y la inmensidad del mar que, a veces, ruge con horrísonas tormentas a los pies de la montaña, parece como si le invitaran a desgarrar sus carnes y azotar despiadadamente su cuerpo. Oculto en el boscaje, creyendo no ser visto de nadie, disciplinase con un mazo pesadísimo de cadenas hasta verter copiosa sangre. Y ello una, dos y tres veces al día.

Los pastores que llevan a pastar sus rebaños por aquellos contornos le han visto más de una vez con las espaldas ensangrentadas y han contemplado, asombrados, la huella de sangre en la tierra húmeda y fresca de la montaña. Y no ha faltado cazador que, sigilosamente, se ha acercado hasta el Siervo de Dios cuando éste revolcábase desnudo sobre las zarzas y espinos del monte.

Pablo de la Cruz, sobre todo, impónese penitencias espantosas cuando trata de convertir a los pecadores. 

Una noche llama al Convento de Monte Argentaro un bandolero armado hasta los dientes. Es crudo invierno. Los caminos aparecen borrados por la nieve helada. El foragido pide por caridad pasar la noche bajo cubierto. El Siervo de Dios que en los más famosos criminales ve almas redimidas con la sangre de Cristo, le ofrece abrigo y hospedaje. Y trata de convertirlo. Para ello háblale de Dios, de los tormentos de Jesús, del alma y de la otra vida.

El bandido permanece frío, hosco e insensible a las palabras dulces y ardientes del Santo. Aquella alma de bandolero se muestra dura e impermeable a la gracia.

Al amanecer del siguiente día, Pablo sale del Convento y por senda resbaladiza se dirige al estanque que hay junto al camino. El agua está helada. Pero el Siervo de Dios no vacila. Y arrójase al centro de la alberca. Minutos después, el bandolero pasa junto al estanque. Al ver al siervo de Dios sumergido en el agua hasta el cuello, dícele sorprendido:

—Pero ¿qué hace ahí, P. Pablo?

—Penitencia por sus pecados; responde el Santo, tiritando de frío.

Tal respuesta conmueve al bandolero. Y una hora más tarde vuelve éste al buen camino, reconciliándose con Dios.

A Pablo no le espantan los rigores de las más austeras penitencias, si con ellas logra identificarse con su Dios Crucificado y salvar las almas por las cuales padeció y murió en una Cruz el Mártir del Calvario.

No todos los instrumentos de penitencia que empleó el siervo de Dios para macerar su cuerpo se conservan hoy día.

—Ya que me habéis inutilizado a mí, dijo, arrojándolos a un pozo, no quiero que inutilicéis a otros.

Pero los que actualmente se conservan en el Convento de los Santos Juan y Pablo y en otros Retiros de la Congregación, como la cruz de madera forrada con 186 puntas de hierro y las disciplinas de afiladas cuchillas, todavía tintas en sangre, revelan el espíritu austero que animó a uno de los más grandes ascetas y penitentes de todos los siglos.

P. Juan de la Cruz, C.P.