Oh Señor Dios, que, al llamarnos al matrimonio os habéis
dignado hacerlo fecundo, y alegráis con la imagen de vuestra
fecundidad infinita este estado en el cual nos habéis puesto,
os encomendamos ardientemente nuestros amadísimos hijos. Los ponemos bajo vuestra paternal tutela y omnipotente
patrocinio, para que siempre crezcan en vuestro santo temor,
lleven una vida profundamente cristiana y sean motivo de consuelo, no sólo para nosotros; que les hemos dado la vida,
sino principalmente para Vos, que sois su Creador.
Mirad, oh Señor, entre qué gentes viven; mirad los solapados alicientes con que los hombres, por medio de sus falaces enseñanzas y malos ejemplos, se esfuerzan en corromper su mente y su corazón. Atended, oh Señor, a su auxilio y a
su defensa, y concedednos que, conocedores del gravísimo
peligro en que incurrimos ante vuestra divina justicia con el
ejemplo de la rectitud de nuestra vida y de nuestras costumbres, y con la perfectísima observancia de vuestra santa ley y
la de nuestra santa madre la Iglesia, podamos conducirlos
por los senderos de la virtud y de vuestros mandamientos,
pues todo nuestro trabajo será estéril si Vos, oh Dios omnipotente y misericordioso, no lo fecundáis con vuestra celestial
bendición.
Esta bendición, pues, es la que confiados en vuestra gran
bondad y en los favores que nos habéis concedido, os pedimos de todo corazón, para nosotros y para los hijos que habéis tenido a bien darnos. A Vos, oh Señor, los consagramos;
guardadlos como a las niñas de vuestros ojos y protegedlos
bajo vuestras alas, y haced que juntamente con ellos podamos ir al cielo, donde os daremos gracias, oh Padre amabilísimo, por el cuidado que habéis tenido de toda nuestra familia y os alabaremos por siglos eternos. Así sea.
(Mis. Rom.)