viernes, 14 de febrero de 2014

CONTRIBUCIÓN A LA CANONIZACIÓN DE PABLO VI


El filomodernista

Hace años, Pablo VI, participando el Congreso Eucarístico de Pisa, celebraba allí la Santa Misa, durante la cual se permitía una variante de su genio. Después de haber pronunciado la fórmula de la consagración «Hoc est enim corpus meum» agregaba de manera muy clara la expresión: «É qui» (1). Si hubiese pretendido traducir de tal modo al italiano la fórmula latina, habría cometido ciertamente un grave error teológico. A decir verdad, nadie sabe exactamente qué había pretendido. Entre los que lo oyeron hubo quien se quedó admirado y receloso. 

De hecho, desde hacía mucho tiempo se conocía su filomodernismo. Ya mientras frecuentaba como alumno externo el seminario de Brescia, dedicándose más a la literatura que a la filosofía tomista y a la teología católica, realizaba intercambios culturales con personajes notoriamente modernistas; y luego, de sacerdote, era frecuentador asiduo del salón milanés del conde Tommaso Gallarati Scotti, lugar de encuentro de los exponentes del modernismo del país y del de fuera. Muy pronto en Roma, algunos eclesiásticos avisados, entre los cuales se encontraba el Cardenal Marchetti Selvaggiani, Vicario de Roma, lo consideraban como persona cuyo comportamiento práctico y doctrinal había que vigilar, como persona a la que se atribuían, sin hacerle injusticia, intenciones que causaban inquietud (cfr. carta de Montini a su Obispo fechada el 19 de marzo de 1933, en Fappani-Molinari: Montini giovane). 

De hecho, apenas pudo hacerlo, dejó sin efecto el juramento antimodernista, espada de Damocles que durante demasiado tiempo había visto colgar sobre su cabeza; desmanteló el baluarte antimodernista del Santo Oficio; a través de la Radio Vaticana (4 y 6 de septiembre de 1977) y de L´Osservatore Romano (8 de septiembre de 1977) no vaciló en denigrar al gran acaudillador de la guerra antimodernista, San Pío X; olvidando el catolicismo, promovió el ecumenismo modernista, utópico y herético; restableció en sus cátedras en el Instituto Bíblico a profesores ya expulsados conforme a la condena del Santo Oficio (cfr. si si no no-edición italiana año XI, n 14, pág. 2); se puso de parte de pseudoteólogos deletéreos, como Schillebeeckx, Chenu, Congar, Rahner, Küng. Sí, también de parte de Hans Küng, que podrá declarar haber sentido sobre sí la mano protectora de Pablo VI. 

Mano tendida al comunismo y a la masonería 

Es notoria la causa que indujo a Pío XII a alejar del Vaticano al entonces monseñor Montini, enviándolo a Milán como Arzobispo, pero negándole el cardenalato, a pesar de que tal distinción estuviese ligada a tal sede: Montini había entablado negociaciones, a espaldas de Pío XII, con el gobierno de Moscú (cfr. si si no no-edición italiana año XI, n 7, pág. 5 y año XI, n 11, págs. 1 y ss.). 

Como Pontífice, durante el Concilio Vaticano II, hizo oídos sordos a las repetidas instancias de centenares de Padres conciliares, que exigían un documento contra el peor enemigo de la cristiandad y del género humano, el comunismo; y sirviéndose de monseñor Glorieux, impidió que los documentos relativos a tal petición llegaran a la comisión conciliar a que estaban destinados. Complaciendo, como siempre, al gobierno de Moscú, obligó al cardenal Mindszenty a dejar Hungría para ir a Roma, y poco después le destituía bruscamente, y sin aducir motivo creíble, de cualquier cargo (cfr. J. Mindszenty, Memorias). 

Sí, indudablemente se hizo la ilusión de poder entablar relaciones de buena vecindad con Moscú y también relaciones de convivencia pacífica, incluso de colaboración de hecho con la masonería. Piénsese en el homenaje rendido por él a la Organización de las Naciones... Unidas en el ideal masónico, y en el culto que, serio y convencido, rindió en el Panteón de la O.N.U. a no se sabe bien qué Vanidad. Ya antes había confiado a Bugnini la ejecución de la revolución litúrgica. A Bugnini a quien Juan XXIII había alejado del Ateneo Pontificio en el que enseñaba. A Bugnini, alejado de Roma por el mismo Pablo VI, porque -se dijo- su pertenencia a la masonería se había hecho ya demasiado notoria. 

La utopía ecuménica 

La utopía ecuménica sugirió las palabras y dirigió las acciones de Pablo VI: «Nosotros -decía a los peregrinos el 19 de enero de 1978- nos hemos acostumbrado a una paradójica situación, la de creernos cristianos auténticos aun si las divisiones entre cuantos se dicen cristianos siguen de hecho». En consecuencia, ¡ni siquiera los Santos canonizados por él habrían sido auténticos cristianos! La utopía ecuménica, miope, ciega, lo indujo a sustituir la santa Misa por un sucedáneo tolerable para ciertos protestantes, escandaloso para los grecocismáticos, causa de cisma entre los mismos católicos, puesto que el sello de la unidad católica es la santísima Eucaristía, caracterizada como católica por un sacerdote que actúa «in persona Christi» (2); por la presencia real del Verbo encarnado, debida a la eficacia de las fórmulas de la consagración, «et quidern» (3) presente realmente como sacerdote y víctima en el acto sacrificial que la muerte sobrevenida selló para la eternidad en la perfección «consummata» (4) luego que en la cruz «inclinato capite, tradidit spiritum» (5). 

Pues bien ¿cómo son puestos de manifiesto por el Novus Ordo Missae de Pablo VI estos tres caracteres, sin los cuales no puede subsistir una Eucaristía católica? De hecho al sacerdote que actúa «in persona Christi» sustituye el presidente de la asamblea; después de la «narración de la Cena» quiere que la asamblea declare que espera «Su venida», lo que constituye negación de la Presencia Real; y al sacrificio de la Cruz sobrepone una insípida cenita simbólico-conmemorativa no se sabe bien de qué. El cardenal Benelli, no mordiéndose la lengua, hubo de declarar al presidente de la confederación internacional «Una Voce» que la Misa tradicional era incompatible con la nueva eclesiología, salida del Concilio Vaticano II. Dijo sin medias palabras la verdad, una horripilante verdad, puesto que no puede cambiar la eclesiología sin que cambie su objeto específico: la Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo a la cual Pablo VI sustituyó impertérrito por su Iglesia ecuménica, acabada de estrenar y por lo mismo necesariamente cismática respecto a la Iglesia fundada por el Señor. 

«Experto en humanidad» 

La ilusión ecuménica y la exaltación modernista pueden haberle impedido advertir plenamente -¡esperemos!- la enormidad del sacrilegio que perpetraba. Pero es propio del modernista, como precisó San Pío X, marchar impertérrito hacia su propia meta utópica, con las anteojeras que se ponen a las bestias de carga, pisoteando sin pestañear los más precioso tesoros de la santa Tradición católica, despojando de ellos a los fieles y ofendiéndolos en sus más sacrosantos sentimientos, indiferente a sus protestas, impasible ante sus súplicas y ante sus lágrimas. ¿Experto en humanidad? ¿No sería mejor decir que estaba patológicamente persuadido de que podía desviarla con dos fueguecitos artificiales y enredarla con cuatro sofismas? 

¿Experto en humanidad? ¿Era esto una ilusión o era una mentira? Ciertamente estuvo profundamente convencido de que se podía engañar a la humanidad entera, desde el primer hombre hasta el último y profundamente persuadido de que poseía el arte de engañar a cualquiera. De aquí su doblez, de suerte que se pudo afirmar que sus conmovidas exhortaciones, sus elocuentes discursos, su mismo testamento «firent comme l'écran qui cachait la réalité et était destiné á endormir les braves gens» (fueron como la pantalla que ocultaba la realidad de los hechos y estaba destinada a engañar a los simples) (Introibo octubre de 1978). 

Declarando que «También nosotros (la Iglesia católica) tenemos el culto al hombre» (diciembre de 1965), «también nosotros somos una democracia en la cual el poder brota de la comunidad» (enero de 1971), declaraba dos formidables errores teológicos. Y, sea como fuere, su fe democrática no le impidió actuar despóticamente con mano de hierro contra cualquiera que se hubiese dado cuenta de la verdadera meta perseguida por él; y su culto del hombre no le impidió desembarazarse de los cardenales «indigestos» bajo el increíble pretexto de su avanzada edad. ¿Acaso no era él mismo más viejo que alguno de ellos? ¡Qué importa! ¡A él nadie podía apartarlo! Sin duda tuvo en poca consideración las enseñanzas de los Clásicos: «Nec tarda senectus debilitat vires animi» «No debilita la vejez poco ágil las fuerzas del alma» (Virgilio), «Senibus labores corporis minuendi, exscercitationes animi etiam augendae videntur» «Parece que al disminuir en los ancianos los trabajos corporales deberían aumentar los ejercicios del alma» (Cicerón). Cierto, tuvo en poca consideración a la Sagrada Escritura: «Coram cano capite consurge et honora personam senis» «ante las canas ponte en pie y honra a los ancianos» (Lv. 19, 32). «Quam speciosum canitiei iudicium et presbyteris cognoscere consilium! Quam speciosa veteranis sapientia et gloriosis intellectus et consilium» «¡Qué hermoso es el juicio para las canas y para los ancianos saber dar consejo! ¡Qué hermosa es la sabiduría en los hombres de edad proyecta, y cuán hermosos en los encumbrados la inteligencia y el consejo!» (Ecl. 25, 6y 7). 

Contra la Tradición

Ciertamente aún tuvo en menor consideración el juramento que el Liber diurnus romanorum Pontificum prescribe al Papa el día de su coronación: «(Prometo) no disminuir o cambiar nada de cuanto encontré conservado por mis probadísimos antecesores, y no introducir novedad de ningún género; sino conservar y venerar fervorosamente, como verdadero discípulo y sucesor suyo, con todas mis fuerzas y con todo mi empeño, cuanto me fue transmitido por ellos. (Prometo) corregir todo lo que estuviese en contradicción con la disciplina canónica, y custodiar los Sagrados Cánones y las Constituciones Apostólicas de nuestros Pontífices como mandamientos divinos y celestes, consciente como soy de que deberé dar estrecha cuenta en el Juicio Divino de todo lo que ahora profeso, yo que ocupo Tu puesto por divina designación, y hago función de Vicario Tuyo, asistido por Tu intercesión. Si pretendiese actuar de otro modo o permitir hacerlo a otros, Tu no me serás propicio en aquel tremendo día del Divino Juicio. Por esta razón sometemos al más severo anatema de la interdicción a cualquiera que, Nos comprendido, tenga la presunción de introducir una novedad cualquiera en oposición a aquella Tradición evangélica o a la integridad de la Fe y Religión cristiana, o bien intente cambiar algo, aceptando lo contrario, o se concierte con los presuntuosos que con atrevimiento sacrílego osasen hacerlo». 

Una de las más graves infracciones de tal juramento fue cometida por Pablo VI cuando aprobó la Dignitatis humanae, declaración del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, que concede a cualquier error los derechos que pertenecen en exclusiva a la verdad, y en grado eminente a la divina Revelación. La Dignitatis humanae nace «ante litteram» condenada formal e infaliblemente como contraria a la doctrina católica (sobre la incompatibilidad entre Dignitatis humanae y el Magisterio infalible, véase si si no no n° 13, septiembre 1992 y Padre Bernard Lucien, Etudes sur la liberte religieuse dans la doctrine catholiaue. Ed. Forts dans la Foi, Tours, Francia, 1990).

De hecho, en la encíclica Quanta Cura, Pío IX había declarado a tal libertad religiosa «libertad que debe condenarse... contraria a la doctrina contenida en la sagrada Escritura y en los santos Padres de la Iglesia», síntesis de varios errores que «en virtud de nuestra autoridad apostólica reprobamos, proscribimos, condenamos y exigimos y mandamos que por todos los hijos de la Iglesia sean tenidos por reprobados, proscritos y condenados». 

A pesar de eso Pablo VI avalaba a la Dignitatis humanae en estos términos: «Todas y cada una de las cosas incluidas en esta declaración han obtenido el beneplácito de los Padres del sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la autoridad apostólica a Nos confiada por Cristo, todo ello, juntamente con los venerables Padres, lo aprobamos en el Espíritu Santo, declaramos y establecemos, y mandamos que se promulgue, para gloria de Dios, cuanto se ha acordado conciliarmente. En Roma, en San Pedro, 28 de octubre de 1965. Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia católica». Contra tal enormidad se levantaron numerosas voces de protesta. Tal enormidad se hizo norma de la neo-iglesia conciliar, que creyó contraproducente todo Dicasterio de «Propaganda fidei». 

Algunos de los más aguerridos críticos de Pablo VI tienen a mérito suyo la Profesión de fe realizada por él solemnísimamente el 30 de junio de 1968, como clausura del «Año de la Fe». Con tal acto Pablo VI los habría tranquilizado en lo tocante a la integridad y ortodoxia de su fe. De hecho, mientras hacía gala de profesarla, renegaba de ella. Ya antes, respecto de un objeto de mucha menor importancia, el latín litúrgico, había actuado análogamente: lo mataba en el acto mismo en que elocuentísimamente lo elogiaba. 

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NN. del T. 

(1) Está aquí 
(2) En la persona de Cristo 
(3) Y es más 
(4) Consumada 
(5) Inclinada la cabeza, entregó el espíritu


SISI NONO - nº16 
Diciembre 1992