Al recorrer todo un abanico que va desde la
"decepción" a la invectiva, las organizaciones judías le reprochan a
Roma no querer reconocer la responsabilidad de la Iglesia católica en la Shoah,
que tendría que concluir en dos fallos por parte de la Iglesia: reconocer que
las actitudes antisemitas que han jalonado la historia de la cristiandad han
conducido a la Shoah, y reconocer la culpabilidad personal del Papa Pío XII.
De hecho, lo que hay que afirmar son dos evidencias, a) la
primera es que el antisemitismo nazi es de origen pagano y no católico, y que
el nazismo también era anticristiano; b) la segunda es que Pío XII, en persona
o por medio de sus representantes, salvó a centenares de miles de vidas judías.
Es una evidencia histórica que Pío XII tuvo una actitud no
sólo irreprochable sino incluso digna de la mayor admiración. Las pruebas están
ahí, al alcance de cualquiera. Pero como la calumnia ha vuelto a ser empleada
por las organizaciones judías y ha sido amplificada por los medios de
comunicación como si fuera una verdad histórica, es necesario recordar algunos
elementos.
El enojo que manifiestan las organizaciones judías más
anticatólicas está totalmente infundado: Pío XII no sólo no desmereció nada,
sino que su buen proceder ha sido confirmado por el testimonio de un buen
número de altas personalidades judías.
Por ejemplo, el del Doctor Nathan, de la Comisión hebraica
italiana, quien en 1945 declaró: «Antes que nada, le damos gracias al Sumo
Pontífice y a los religiosos que, llevando a cabo las órdenes del Santo Padre,
reconocieron a los perseguidos como a sus hermanos y con su esfuerzo y abnegación
se apresuraron a ayudarnos, sin tener en cuenta los terribles peligros a los
que se exponían».
El de Leo Kubowitzki, secretario general del Congreso judío
mundial, quien en 1945 le dio al Papa, «en nombre de la unión de las comunidades
israelitas, un caluroso agradecimiento por los esfuerzos de la Iglesia durante
la guerra».
El de los 80 representantes de los que se salvaron de los campos
de concentración, y que fueron ante Pío XII para expresarle «el gran honor de
poder agradecer personalmente al Santo Padre por su generosidad con los que
habían sido perseguidos».
El de Golda Meir, ministro de asuntos exteriores de Israel,
que a la muerte de Pío XII escribió: «Nos unimos al dolor de la humanidad.
Cuando el espantoso martirio afectó a nuestro pueblo, la voz del Papa se
levantó en nombre de las víctimas. Lloramos a un gran servidor de la paz».
La conversión del gran
rabino de Roma
Hay otros muchos testimonios, pero seguramente el más
conmovedor es el del gran rabino de Roma, Israele Zolli, tan impresionado por
la grandeza y el heroísmo de Pío XII que se convirtió después de la guerra,
adoptando el nombre del Papa al bautizarse. ¿Se puede imaginar que la mayor
personalidad judía de Roma se hubiese convertido al catolicismo si Pío XII
hubiese sido cómplice —aunque sólo fuera por su "silencio"— de
la Shoah? Eugenio Zolli declaró: «La esplendorosa caridad del Papa, que se
inclinó a todas las miserias engendradas por la guerra, y su bondad por mis
correligionarios en dificultad, fueron para mí el huracán que barrió los escrúpulos
que yo tenía para hacerme católico».
Pío XII «habló varias veces,
y hasta el final de la
guerra fue el único hombre en el mundo que se atrevió
a hablar de este tema. Todos los demás callaron,
incluso los que podían haber hablado impunemente».
guerra fue el único hombre en el mundo que se atrevió
a hablar de este tema. Todos los demás callaron,
incluso los que podían haber hablado impunemente».
Hubo además, el testimonio de Pinhas Lapid, que fue cónsul
de Israel en Milán después de la guerra, y que le declaró al corresponsal de Le
Monde en 1963: «Puedo afirmar que el Papa personalmente, la Santa Sede, los
nuncios y toda la Iglesia católica, han salvado entre 150 y 400.000 judíos de
una muerte segura. Cuando Mons. Roncalli, que más tarde sería Juan XXIII, me recibió
en Venecia y yo le expresé el reconocimiento de mi país por su acción en favor
de los judíos cuando era nuncio en Estambul, me interrumpió varias veces para
recordarme cada vez que había obrado por orden expresa de Pío XII. Me cuesta
mucho comprender que ahora se ataque a Pío XII, cuando durante muchos años aquí
se le ha homenajeado. Al día siguiente de la liberación de Roma, yo pertenecía
a una delegación de soldados de la delegación palestina que fue recibida por el
Papa y que le transmitió el agradecimiento de la Agencia judía —que era el
organismo dirigente del movimiento sionista mundial— por todo lo que había
hecho en favor de los judíos». En 1967, después de varias encuestas, se llegó a
la cifra de los 860.000 judíos salvados gracias a Pío XII. (Cf. Alexis Curvers:
Pío XII, el Papa ultrajado, Luis de Caralt editor, Barcelona 1965).
El testimonio de Einstein es notable: «La Iglesia católica
ha sido la única que levantó la voz contra el asalto de Hitler contra la libertad.
Hasta esta época la Iglesia no me había llamado nunca la atención, pero hoy
expreso mi gran admiración y mi profundo acuerdo con esta Iglesia que ha sido,
la única, que ha tenido el inquebrantable valor de luchar por todas las libertades
morales y espirituales».
El único que se
atrevió a hablar del exterminio
Este testimonio citado en la obra Pío XII ante la historia,
de Roche y Saint-Germain, merece que nos detengamos, pues lo que esencialmente
se le reprocha a Pío XII es su "silencio" ante los crímenes del
nazismo.
Pero Einstein afirma no sólo (como Golda Meir) que la
Iglesia de Roma levantó la voz, sino que ella fue la única que levantó la voz;
e insiste: la única.
Por muy sorprendente que parezca, es una verdad histórica
incontestable. Lo que Einstein decía de "la Iglesia" vale en primer
lugar para Pío XII.
Alexis Curvers precisa que Pío XII denunció desde finales de
1942 las «medidas de exterminio» contra los judíos sobre las que había alertado
al embajador de Estados Unidos ante la Santa Sede. «Habló varias veces, y hasta
el final de la guerra fue el único hombre en el mundo que se atrevió a hablar
de este tema. Todos los demás callaron, incluso los que podían haber hablado
impunemente».
En Francia, De Gaulle no pronunció nunca una palabra referente
a la desgracia de los judíos; lo mismo se diga de Churchill, Roosevelt, etc. Y
nunca hubo ninguna organización de resistencia que intentase descarrilar uno de
los trenes de los deportados.
Los gobiernos del mundo libre tenían conocimiento de informes
como los del embajador americano ante la Santa Sede. Pero los horrores que se
relataban eran tan increíbles — «¿Cómo creer que semejantes abominaciones sean
posibles?» escribió Pío XII en su agenda en la que acababa de resumir el
informe— que preferían no creerlos y, por consiguiente, se sumían en el
silencio.
Pío XII fue hasta después del final de la guerra el único
hombre en el mundo que se atrevió a hablar, y eso es quizás lo que explica el
odio imperdonable del que está llena su memoria.
La cabeza de la Iglesia católica romana, el Papa
intransigente en el dogma, el ceñudo guardián de la Tradición, fue "el
único", el justo, el auténtico representante de la divina caridad. Y eso
es insoportable para todos los enemigos de la Iglesia. Eso es lo que hay, antes
que nada, que esconder, negar y embarrar.
Las encíclicas y el
mensaje de Navidad de 1942
En primer lugar, según el testimonio del mismo Pío XI, el
Cardenal Pacelli —futuro Pío XII— fue el redactor de la encíclica Mit
brennender Sorge, con la que en 1937 la Iglesia condenó el nazismo, su
totalitarismo y su racismo.
En 1938, el periódico de las SS denunció al Cardenal
Pacelli, «que se ha aliado a la causa de la internacional judía y francmasona».
En 1939, Alemania no estuvo representada en la coronación de
Pío XII.
Ese mismo año, en 1939, Pío XII publicó su primera
encíclica, Summi Pontificatus, en la que proclamó «la igualdad de naturaleza
razonable en todos los hombres, pues Dios hizo surgir de un mismo tronco a toda
la descendencia humana... No hay ni Griegos ni Judíos...» Es una sencilla
repetición de la doctrina tradicional, con una cita de San Pablo, pero en 1939
tenía un significado especial...
En su radiomensaje de Navidad de 1942, Pío XII denunció,
como lo había hecho ya varias veces, los «actos contrarios a las leyes de
ocupación y de cautividad de los detenidos», cometidos «en oposición al
espíritu humano y al espíritu cristiano». Y evocó también los «centenares de
miles de personas que, sin ninguna falta personal, y a veces por el solo hecho
de su nacionalidad o de su raza, han sido entregados a la muerte y a una exterminación
progresiva».
Cómo salvó Pío XII a
centenares de miles de judíos
El 2 de junio de 1943 volvió a hablar ante el Colegio de
Cardenales, de los que «han sido entregados a medidas de exterminio a causa de
su nacionalidad o de su raza». Y sigue siendo el único que lo dijo.
Pero, ¿por qué no habló más alto y más fuerte? ¿por qué no
atacó con mayor claridad a los nazis? La respuesta está en el mismo discurso al
Sacro Colegio: «Cualquier palabra de nuestra parte a la autoridad competente y
cualquier alusión pública, tiene que ser pesada y medida con seriedad, en el
interés mismo de las víctimas, para que su situación no se vuelva más grave e
insoportable».
Ese pretexto no vale, se dice hoy. Pero desde fines de 1939,
los obispos de Polonia le habían suplicado a Pío XII que dejase de denunciar
las atrocidades nazis, a causa de las represalias que tuvieron entonces contra
los polacos (católicos, si se puede aún recordar que tres millones de católicos
polacos, y entre ellos la tercera parte del clero, fueron víctimas de las
persecuciones nazis).
Y cuando los obispos holandeses protestaron contra la
persecución de los judíos en su país, se organizó un torbellino que le costó la
vida a más de 40.000 judíos bautizados (entre los cuales, Edith Stein). En ese
momento, la Cruz Roja abandonó su proyecto de protesta pública.
No es honesto, pues, hablar del relativo
"silencio" de Pío XII, omitiendo lo que hizo. Los actos son más
importantes que las palabras, sobre todo en esas circunstancias.
No es honesto silenciar las 124 cartas de Pío XII a los
obispos alemanes referentes a la pastoral antinazi.
No es honesto callar que Pío XII les abrió a los judíos las
puertas del Vaticano —e incluso sus propios apartamentos privados y su residencia
de Castelgandolfo— y que mandó que todos los establecimientos de Roma hiciesen
lo mismo.
No es honesto silenciar que creó una comisión pontificia de
asistencia a los refugiados (en 1944 se distribuyeron 2 millones de comidas),
que creó una red de filiales clandestinas —la Obra de San Rafael— para hacer
pasar a los judíos a América con falsas identidades. Y que en 1943 puso a un
monje francés, el Padre Benoit, en contacto con el gobierno español, para permitir
que 250.000 judíos se refugiasen en España.
No es honesto callar cómo obtuvo Pío XII el cese de las
deportaciones de los judíos de Eslovaquia; cómo salvó a los judíos de Yugoslavia;
cómo impidió la deportación de los judíos de Rumania; cómo detuvo la
deportación de los judíos de Hungría y de Bulgaria...
Testamento de Santa Teresa Benedicta de la Cruz, O.C.D.
Pido al Señor que se digne aceptar mi vida y mi muerte para
su honor y su gloria; por todas las intenciones del Sagrado Corazón de Jesús y
de María y por la Santa Iglesia, de modo especial por el mantenimiento,
santificación y perfección de nuestra Santa Orden, particularmente los Carmelos
de Colonia y Echt; en expiación por la incredulidad del pueblo judío y para que
el Señor sea acogido por los suyos y venga su Reino en la Gloria.
A lo largo de esos terribles años, se vio cómo muchas
organizaciones judías agradecían a Pío XII por tal o cual de estas acciones, y
ya hemos visto cómo al final de la guerra así fue, en particular de parte del
secretario general del Congreso judío mundial.
Alexis Curvers evoca también un libro publicado por la B'nai
Brith en defensa de Pío XII, cuando comenzó la inmunda campaña del
"silencio" del Papa, seis años después de su muerte, en 1963, con la
vergonzosa obra de teatro El Vicario, de Rolph Hochhutlh.
Desde ese entonces, la campaña no ha cesado. Pero hay que
decirles al Congreso judío mundial y a la B'nai Brith que vuelvan a revisar sus
archivos y que den cuenta de sus mentiras.
Tradición Católica nº 147
Mayo 1999